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Higiene íntima - Transart 2007

Higiene íntima - Transart 2007

¿POR QUÉ CUANDO TE HE DICHO QUE IBA A ESCRIBIR SOBRE EL CUARTO DE BAÑO tú te has puesto a reír, y ella ha puesto cara de preocupación? Escribir sobre algo que se esconde tras un pestillo no es tan extraño o ridículo. La mayoría de cosas que realmente pensamos esperan con el culo dormido y frío a que nos decidamos de una vez a abrir la puerta. Esperan ser dichas. O al menos que les digamos que no van a serlo, así se dejarán de esperanzas engordadoras de sueños que acabarán explotándoles en la cara. “Soy tu pesadilla, ¿te importaría dejar de sudar? Se me están calando los huesos.”

 

Cuarto de baño, lugar donde uno se encuentra o se esconde, donde caben los llantos que dan hipo, los roces que necesitamos darnos y escuchar, los próximos cambios de nuestras vidas, los rollos de mentiras, el champú con todos sus idiomas y las cajas de pastillas que sobornan ojos o que prometen hacer olvidar penas. El maquillaje insistente en tapar boquetes, el vaho (y todas las paredes abiertas a la inspiración cursi) y el valeroso pis.

 

La zona más neutral del resto de tu casa, que toma vida en cuanto cierras la puerta tras de ti y te sientes seguro. Ya puedes desnudarte. O empezar a disfrazarte. Dime la verdad o déjate crecer la nariz. Y no olvides tirar de la cadena y lavarte las manos, después de maldecir a alguien, porque no te quiere, o porque olvidó cortar el papel por los puntitos… ¿Quién no quiere a quién?

 

La bañera. Me quito todo lo que me sobra y sólo me lleno de aire y me tapo con agua. El aire lo iré soltando poco a poco, hasta que sienta que me falta un segundo para dejar de respirar. Puede parecer estúpido, pero uno tiene la sensación de que está haciendo algo casi místico. Mis dedos arrugados serán los que me marquen la hora, algo que no me importa, como tampoco lo hará el que me entre agua en los oídos al sumergirme, o que el jabón no dé la espuma deseada por mucho que insista en patalear hasta que me dé un calambre, o que no haya logrado jamás disfrutar haciendo el amor después de que la última vez que lo intentase casi le rompiera la mandíbula a mi acompañante. Sin olvidar que a día de hoy no exista nadie que haya podido fumarse, enterito, un cigarro.

 

Tu momento bañera. Un momento lleno de glamour, con todas las burbujitas que te sugiere esa palabra. El momento del llanto compartido, como lo describió el genio de ideas rotundas y que ha decidido quitarse el albornoz. En el tiempo que tardan en desempañarse las baldosas, y se borren las letras de un nombre, dejará de estar entusiasmado en sumar razones para estar triste cuando, verdaderamente, lo fascinante es sumar razones para todo lo contrario. Estreñidos o sueltos. Lo más limpios posible, tras la necesaria higiene íntima, y sin miedo alguno a ensuciarnos, pronto, de nuevo.

 

El espejo. Es un traidor, porque prometió guardar mis secretos, los mismos que a las pocas o a las muchas horas acabará publicando en mi cara mientras me enjuago la boca. 

 

— Hablas demasiado.

— A mí no me engañas.

— Siempre tienes que decir la última palabra.

— Soy la última palabra.

— Voy a partirte la cara.

— Siete años de mala suerte.

 

Sin un ápice de vergüenza, te mostrará la belleza, la fealdad. Y el tiempo. Allá tú y tus ánimos guerreros o derrotados. Y la lucha. Un tipo que siempre va despeinado y que ha reinventado cómo abrocharse las camisas me dijo una vez: “la indiferencia mata”.

 

Ya, a mí también me resulta sospechoso dejar para el final el tema taza agujereada o váter. ¿Estaré yo también contagiada de pudor? Puede ser, con tanto bicho suelto… A veces, sólo nosotros somos capaces de apreciar como no se merecen nuestros propios efluvios, sólo porque son nuestros. A veces, nos es imposible retener algo que tiene más prisa por salir de nuestra vida que nosotros audacia porque todo tenga lugar en su momento y espacio oportuno. A veces, por más que insistamos, nos resulta difícil desprendernos de algo que no nos hace felices. A veces, debiéramos aceptar que, lo que sobra, debe salir. 

 

Girona, principios de agosto 2007

La hora del Martini

La hora del Martini

ME SUDAN LAS MANOS. Seguro que no sale bien, seguro que no. Llego con tiempo, quedan siete minutos para las ocho. Cómo me pueden sudar tanto las manos. ¿Qué hago cuándo lo vea? ¿Notará que estoy hecha un flan? Qué horror. Ostras, cuánta gente, allí hay una mesa. ¿Me verá cuando llegue? Tendré que estar pendiente, no se vaya a pensar que no estoy o que… “Una tónica, por favor. Sí, sí, con mucho hielo. Gracias.”

 

¿Se puede fumar aquí? Claro que sí, mira que es grande el cenicero. ¿He cogido dinero? Siete, ocho, ocho con cuarenta. Tengo suficiente. ¿Le dejo pagar? No, que cada uno pague lo suyo. O pago yo…, soy una chica independiente… ¿Y eso qué tiene que ver…? Da igual, ocho con cuarenta, juraría que tenía un billete de veinte… Debe de estar por aquí…, tengo que descambiar los zapatos que se me va a pasar la fecha del ticket… Ah, claro… ¡Cómo va a estar, si me lo gasté antes en el súper!

 

Cuatro minutos para las ocho. No te impacientes, Rita, todavía no es la hora. ¿Dónde habré puesto el brillo de labios? Con lo hippie que es a lo mejor no le gusta… Mejor no me lo pongo. Y porqué no, no voy a empezar cambiando, estaría bueno… Me lo pongo y ya está. ¡Vaya, me he manchado el pantalón!…, juraría que tenía un kleenex… ¡Ahora no me puedo levantar!… La tónica es como la gaseosa, ¿no? No hay nada más inútil que las servilletitas de los bares… Uf, ya está… Con los calores que tengo, esto se me seca en un visto y no visto.

 

Total, ¡sólo hemos quedado para tomar algo! Y quedó bien clarito, ninguno de los dos está preparado para nada serio. Amigos. Y de día. Sin alcohol o demás substancias que nos quiten la vergüenza y los prejuicios y acabemos besándonos y soltando las frases más absurdas, y algunos secretos que serán repudiados al día siguiente. Tímidos, buscando y evitando el primer roce, mirándonos las manos. Casi mejor haberme pedido un Martini. A las ocho una ya puede tomarse un Martini, ¿no?

 

¿Y de qué hablamos? Estoy yo para pensar en eso. Pues de cualquier cosa, mujer, ya saldrán temas, eso no debe preocuparte. Joder, no me queda una maldita uña. De cine, o de ese local nuevo que han abierto en el centro. O de cómo le va el trabajo, creo que dijo que empezaba a estar harto de su trabajo. O de si ya se ha dado cuenta de que soy la mujer de su vida, y que no pienso esperarlo toda la mía.

 

Y no se te ocurra hacerme daño, que yo ya no creía en el amor hasta que me di cuenta de que me moría de ganas de que tú me quisieras. Cuando me abrazaste medio dormido y algo torpe en mi cama, la misma mañana en que pude cerrar los ojos y no pensar en nada. Y que no se te olvide hacerme reír y hablarme de cosas que no sé mientras te escucho y asiento porque te admiraré como una boba.

 

“Tráeme otro Martini, guapo, y llévate lo que está vacío, van a pensar que... y yo soy muy digna.” Las ocho y cincuenta y dos. ¿Se podrá pagar con tarjeta? No veo ningún cacharro de esos… La boba, un palillo, y una aceituna. Sólo falta el capullo. Quizá no se ha dado cuenta. ¿Tendré suficiente con esto?

 

“¿Jordi?… ¿Cómo…? ¿Que has… estado… ahí… todo el rato? Desde las ocho menos diez, ¿dices…?, pues no sabes lo ricas que están las aceitunas…, y el camarero es un amor…¿Adónde vas? Espera hombre, me parece que no tengo suficiente…

 

¿¡Hola!? ¿¡Se ha ido!? ¿Enfadado? ¡Le importo!... ¡Jordiiii!: ¡Yo también!”

 

 

Fragmento del De vuelta, hecho uno para Transart 2007.

 

Dónde morder

Dónde morder

UNO A MENUDO INSISTE EN OLVIDAR aquello que no le interesa. El dolor, por ejemplo. Lo que no sé es si es consciente de que cuando aparece, de repente, es perro viejo que sabe dónde morder. Un labio cortado, algunas preguntas larguísimas y absurdas, y un hilito de miradas perdidas, primer balance de daños.

 

— ¿Qué piensas?

 

— El semáforo se ha puesto verde.

 

— Sí, ya lo vi. ¿Eso es todo? Qué poco hablas.

 

— Déjame aquí mismo. No dejo de hablar, pero no todo el mundo puede oír. 

 

Por mucho que insistamos, insisto, aparece, golpea, y te deja aturdido. Cuando te das cuenta, ya te ha robado las pilas de tu reloj, a quien se le ha quedado cara de tonto. Tírame o dame vida. Piénsatelo, no tengo prisa, pero antes ciérrame la boca.

 

La razón del dolor. Acaso buceando en las historias vividas crees que vas a encontrar los porqués. Tampoco sabes que una respuesta no es un antídoto. Rocíate de Aután si quieres, no evitarás que te pique un mosquito en el codo, o en el dedo gordo del pie. Da gracias que no te pique en la lengua. Una respuesta es el principio de otra pregunta. El problema es que el problema de los que provocan dolor reside en ellos mismos. En aquello que no cuentan, mientras su escupitajo araña tu cara. 

 

“Lo siento, yo no quería”, o “sí quería, no lo siento” viene a ser lo mismo. La razón no se lleva bien con el dolor, para mí que, como ni siquiera se miran a los ojos, ni se conocen. Supongo que el feliz es aquel que no pregunta. Aunque eso conlleve que no sepa. Entender a veces es comprar pena. Y la vida, sí, ya lo sabemos, son cuatro días. Y la lucha no cesa. Yo de ti estudiaría, nada de letras ni números, si no reflejos. Pon atención, sólo sigues jugando si esquivas o aguantas los golpes.

 

El dolor lo provocan las malas personas. Y también las buenas. Duele igual. Ya tenemos nuevos datos del balance de daños.

 

I

 

HACE DOS LUNES, Y NO DOS LUNAS, me pasé treinta y nueve minutos de mi vida tratando de convencer a un conocido de que no se suicidara. Ese mismo lunes, hasta ese momento, una sonrisa estupefacta había colgado de mi cara, sonrisa al fin y al cabo, después de que mi ginecólogo definiera mi útero como “perfecto”.

 

Los estudios que no acabaré nunca no se asemejan en nada a la psicología casi desesperada que le receté a cañonazos, mientras sonaba de fondo un Calamaro que yo tarareaba mal y encima temblando… ¿Dónde habré puesto el paquete de respuestas? Siempre he sido suficientemente desordenada y mi bolso, en que todo está pero nada encuentro, es fiel reflejo de quién soy. Así, de manera torpe, solté un discurso que me costaba creer, que pretendía ir envuelto en un hermoso lazo azul. Con una nota: “Buenas intenciones”. Lacia señorita que, como algunas cortinas que más bien parecen sábanas de verano, está pero no impide que pase el sol (¿a éste quién lo ha invitado?), el mismo que, mosqueado, acabará quemándote la nariz.

 

“Dame una razón, porque es que yo no encuentro ninguna.” Espera, me parece que debo de tener alguna de esas por aquí… Anda, un cerrojo, lo vuelvo a meter en el bolso, pasa por arma blanca, y este hombre no necesita más ideas. Hoy mismo, si quisieras, podrías subirte a un avión y aterrizar en otro país. Conocer otras costumbres, aprender lenguas nuevas, descubrir rincones perdidos… Podrías escribir en un libro todas esas ideas que tienes, y engañar a algún editor y conseguir publicarlo, seguro que mucha gente rara querría leerlo… Podrías ir al médico, y cuando te hiciera un chequeo y te confirmara que estás casi sano, podrías alegrarte porque la mitad de la gente está enferma y sin pedirlo. Podrías ir a un buen restaurante con tus amigos y disfrutar de una gran velada mientras os contáis batallitas y os pegáis unas risas. Podrías ir a visitar a tu hija, regalarle unas flores, le darías una sorpresa y ella te daría unos de esos abrazos que curan. Podrías irte a casa, darte un buen baño, afeitarte, ponerte ropa cómoda, sentarte en el sofá y leer un libro, una revista, o un prospecto, y salir luego a dar una vueltecilla por el barrio viejo, comerte un helado de pitufo de esos que sólo a ti te gustan, hace un tiempo magnífico y todo el mundo está en la calle. Podrías pararte a pensar que estás vivo, y que es una suerte que no vivas en Irak porque, en principio, aquí es menos probable que alguien te borre del mapa sin pedirte permiso. Podrías…Un momento, ¿tengo cara de saber dónde está el tesoro?

 

Busca tú la razón, maldita sea, o invéntatela, todos hacemos lo mismo. No sé cómo se atreve la gente a contagiar miedos propios a los demás. Más frenos para avanzar. Más preguntas para sumar a nuestro ramito de preguntas diarias, y más tiempo perdido, porque cada pregunta trae de regalo un acertijo. “Gracias, pero no lo quiero.” A mí qué me cuentas, es un regalo, y te lo quedas. Un acertijo es una duda que pesa, y una duda es un parón en el camino. Una oportunidad perdida. Un cachito de vida buena que no vas a comerte. A este paso no llegamos nunca a los postres.

 

"No tengo ganas de ir a un nuevo país donde seguro que me dan una paliza y me roban. Aunque antes quería ir a Viena. Pero vuelves y qué tienes. Nada. No tengo ganas. ¿Pero es que no has visto la tos que tengo? Por eso fumo un tabaco distinto según la tos. Mis amigos están demasiado ocupados, o están casados, y ya no salen. Mi hija no quiere saber nada de mí. Tengo toda la ropa sucia, me duermo leyendo, y además me duelen los dientes cada vez que como helados. No me gusta la gente. Y me importa un carajo estar vivo."

 

Vaya… no me acordaba.

 

Un día te diste cuenta de que no te gustaba la gente. Primero te fuiste alejando con sigilo de aquellos que eran felices, esos que en vez de ojos tienen antorchas, esos que derrochan un calor que no te apetecía tener cerca. A los infelices sólo les falta un ser feliz apestando alegría de vivir al lado. Insoportable. Y a ti, eso de poner cara de póquer, te va lo justo. Nunca fuiste un hipócrita, aunque a menudo hubieras pagado por serlo: “¡Caramba! Me alegro por ti, Benavides.” “No sabes la alegría que me das, Zúñiga…” No mucho más tarde, tampoco te gustó la demás gente. Los que hacen lo que pueden para ser, al menos, felices cada cuatro años.

 

Necesidad de comunicar el dolor. El dolor no es como una enfermad rara o vergonzosa, no se silencia, se chilla, con los ojos, con las manos, con la lengua, con las palabras que no se dicen. Que todo el mundo se entere de que sufro. Dónde quedó el carácter estoico. No, no es ningún jugador de fútbol, es una manera de ser. Como yo estoy jodido, tú también deberás estarlo. No me jodas, Ernesto, que tienes una edad. Y muchos tiros dados. Está bien, quizás no es la mejor expresión para el tema que nos incumbe, pero reconoce que salpicando al de al lado tú seguirás estando mojado.

 

Desde un tercer piso. Si tienes un hondo penar, piensa en mí. No señor, a uno no le pueden engatusar con un contrato para salvar vidas. Sólo tengo la boca para disparar a los malos. Me vas a tener que perdonar, pero es que ese tema no lo domino. Tú ya no confías en los psicólogos, pero yo sólo sé que, si de algo no sabes, no tienes que dar a entender lo contrario. La ignorancia es un incentivo para seguir llenando la mochila. 

 

No es la primera vez que un conocido me dice que quiere irse a tomar morcilla, con todo el morro picante del mundo y sin gota de pudor. Y me sugiere que haga algo. Que yo haga algo. Sueldo neto: una pesadilla cosida en el flequillo. Sopla, sopla, cabezota, no impedirás que vuelva al mismo sitio. Tan tozuda como el inteligentísimo enamorado que sabe de todo menos de lo que le quita el sueño, y quiere a quien quiere —que sí, que ya me lo has dicho, pero es que resulta que ella a ti no te quiere tanto—. El pobre chaval te dará la razón las dos mil cuarenta y tres veces que se lo recuerdes (porque se coló por casualidad en tu círculo y hoy es tu amigo, porque tú ya lo has vivido, o sólo porque de una maldita vez deje el tema, o solucione el problema) asintiendo con una cabeza que se gastó de tanto usarla, mientras sigue soñando con otro regazo.

 

Dolores que pesan. Un miércoles cualquiera, llegas a casa, como has llegado tantos otros miércoles, cierras con llave la puerta —no tiene que llegar nadie más— y ves que todo está exactamente como lo has dejado cinco horas antes. Nadie ha recogido las zapatillas que olvidaste en el comedor. Ni tampoco ese mismo nadie o un amigo suyo ha apagado la luz del baño que, con las prisas, quedó encendida. Y, entonces, te das cuenta de que no hay nadie más que tú. Lo cierto es que no te das cuenta literalmente, porque es algo obvio, pero tienes la sensación de descubrirlo en ese momento. Te sientas en el sofá con la americana puesta, sabes que sin ella estarías mejor porque el aire está cargado y hace calor. Sí, claro, las ventanas están cerradas, llevan así todo el día, y estamos en el mes de julio, curiosa reunión de obviedades en este párrafo. Te da igual, pasas de estar cómodo. Pasas tanto que hasta les das una patada a las zapatillas (“¡pero si te estábamos esperando!” Y qué, yo paso). Segundos después, todavía enfadado —a mí no me preguntes por qué, yo sólo cuento la historia— te viene a la cabeza algo que sabías, además desde hace tiempo, pero que habías tapado con tu almohada de látex hasta hoy. Una cucaracha con gafas de sol, que no piensa tanto las cosas y a quien sólo le preocupa que la descubran y la pisen, lo dirá por ti. Amigo, estás triste. Muy triste.

 

Seguramente no debieras estarlo, porque no te falta el trabajo y el dinero y el gran coche y esos otros lujos que te das porque te da la gana y porque no le debes nada a nadie. Ni siquiera una explicación. Vaya… quizás estás triste por todo eso, hay que ver la vuelta que hemos dado para llegar al principio de todo, otra vez. Aunque, mirándolo por el lado bueno, al menos sabes que tienes un problema. El listo que ahora va a manejar tu vida. Este güisqui lo pago yo. Y luego, ponemos una peli y a dormir.

 II

 

DOLORES QUE QUITAN EL SUEÑO. Un viernes cualquiera, llegas al bar de siempre, te acercas a la barra de siempre y pides una cerveza. No es un proceso instantáneo, pasa un rato desde que te decides a pedir la cerveza y se cumplen tus deseos. Como lo tuyo es la paciencia y que todo vaya lento, pasas el tiempo mirando la repisa llena de alcoholes brillantes que tienes enfrente, y admirando las curvas prohibidas de las muchachitas que sacian sedes ajenas. Ya con la cerveza en la mano, decides fumarte un cigarro, dejas el botellín encima de la barra, no se te ocurra moverte de ahí, te falta lo más importante: el fuego. Levantas la mirada ligeramente, ésta misma, joven, labios pintados con eso que llaman gloss y que debería ser pecado, pechos que si pudieran hablar suplicarían una talla más, por Dios, que nos ahogamos aquí dentro. “Perdona, ¿me das fuego? Gracias”. Y piensas, está buena, la rubia… “Oye, tío, devuélveme mi fuego”. “Ostia, sí, qué despiste, perdona…”. No acabas la frase, pero es que no tiene mucho sentido cuando la otra persona ha pasado de tu cara. “Bah, otra tía vulgar.”

 

Entonces se te escapa un suspiro —sí, yo también lo creo, realmente patético— cuando, tras rebuscar entre el sinfín de caras que colorean o ensucian el local, te cercioras de que su cara de bombillita no está. La situación te cabrea, pero no puedes controlarlo, tampoco quieres. Tío, la estás buscando. A ella. Y te habías prometido no hacerlo más, después de que te viniera con la historia cansina de que sigue sin tener nada claro, de que mejor “lo dejamos en este punto, no quiero hacerte daño, eres guay, pero ahora quiero ir a mi aire. Nos llamamos”. Pues ya me explicarás cómo se come lo que pasó anoche, tú y tu desesperada manera de besarme están a punto de volverme loco.

 

Pero eso sólo lo sabes tú. Todo lo que piensas en realidad, y no te enorgullece. Porque confesar que sientes sería como mearse encima, bochornoso. Resulta gracioso, nos creamos una imagen de quien tenemos que ser, y ésa es la que vendemos. La que teóricamente nos mantiene a flote. Así que, cuando tu grupo de colegas dé contigo, te den una colleja y te pregunten de dónde sales a estas horas y todavía sereno responderás, bebiéndote de un sorbo la angustia, “ostia, llevo toda la noche buscándoos. ¿Habéis visto las tetas de la rubia?”.

 

Tampoco es tan difícil mentir, piensas. Soy un capullo, pero ellos no lo saben. Amo a Laura. Con la misma cara de tonto y de quico que ellos. O quizás sí lo saben, pero evitan reconocerlo, son mis amigos. Hablarás, animado, te partirás de risa y beberás todo lo que te pongan. Ella, y su jodida bombillita, omnipresentes. Seguro que ha salido, me dijo que había quedado con las amigas, que tenía ganas de reírse un rato y desconectar de todo. Olvidarse de los problemas. Del trabajo, de su ex… Debe de estar por aquí. Las dos menos cuarto, ya debería estar aquí. Un momento, a lo mejor ha quedado con aquel cabrón del que me habló el otro día, el niñato de los mensajitos… ¿Aquella de allí no es su amiga? ¿La que siempre dice que tiene sueño? ¡Ostia, un mensaje!

III

 

DOLOR Y ABISMO. Un jueves cualquiera, quedas para comer con quien es tu pareja desde hace muchos y muchos jueves, os encontráis tenuemente, os miráis tenuemente, os besáis tenuemente, y os disponéis a hacer lo que pone en el guión: comer y, de vez en cuando, levantar la vista, y hacer algún comentario. La languidez del momento, todavía hoy sigues sin saber cómo, se romperá gracias a una, por supuesto, tenue discusión. La discusión es un botoncito que activa una bomba que revienta cotidianeidades. Ella en realidad es una mandada, los que están detrás, esos son los que manejan el cotarro. Las rabias calladas, los reproches anotados, las medias verdades, que habéis ido juntando año tras año en la mesa de la cocina, en la taza del váter, encima del microondas… y que se mueren de ganas de hacerse con el micro y empezar a cantar. Entonces, ocurre. Se derrumba el escenario en el que os acurrucabais los dos. Lo explico en plural, pero normalmente es uno el elegido para hacer los honores. Para dar la patadita. Y armar el jaleo. Y cargarse algo que cojeaba por todos lados. Pero que iba tirando. ¿Qué tal estáis? Vamos tirando. Ojo, ante esa pregunta, que a vosotros más bien os suena a acusación, todo lo que se suele responder es mentira. Uno dice lo que los demás esperan oír con tal de que cierren el pico.

 

Nadie resulta herido, pero dos mueren. Y tú, que acabas de ser rebautizada como “tú” y que con toda la dignidad que cabe en un puño has aceptado ser despojada del “nosotros”, te vas. Sin despedirte, porque no tiene sentido repetir lo que dos personas se dijeron hace tiempo. Lo de hoy es puro trámite. Un papeleo mental que va a marcar tus días y tus noches hasta que deje de hacerlo. Hasta que archives el caso sin resolver la mañana en que despiertes, tras haber dormido varias horas seguidas, y seas consciente de que no llegas a ningún sitio investigando hipótesis que sólo pueden pagarte con un par de ojeras gris metalizado, en fin, ojeras.

 

Y a otra cosa, mariposa. Aunque ahora no lo sepas, y sólo llegues a pensar que tienes que aprendértelo todo otra vez. Porque tu vida te parece un zumo de melocotón que un gracioso que no hace gracia ha derramado por el suelo, y tú has perdido el equilibrio y no hay Dios que pueda despegar tus morros del parquet.

 

Y allí empieza todo, aunque para ti no exista nada. “Mi vida por una brújula.” Y la mía por no saberme la historia de memoria. “Y mis recuerdos por un nuevo lugar callado donde acurrucarme.” De vuestro hogar hasta ese instante ya no queda nada, aunque todo siga en el mismo sitio. La foto de las últimas vacaciones en la nieve, su nariz roja, tu nariz roja, el horrible jarrón rosa que te regaló tu suegra y que no pegaba nada con los muebles del comedor, tus libros gordos que tanto le molestaban, sus revistas de motos que aparecían hasta detrás de las macetas, ay, tus macetas, las postales en blanco y negro que os enviaban vuestros amigos…

 

Sí, me he dado cuenta: evitas tocar la cama, el sofá, las tazas del café… porque parece que ya no tienen nada que ver contigo, aunque esta mañana todavía eran tuyos. De hecho, esta mañana no se te hubiera ocurrido replantearte nada de toda esta especie de locura que vives ahora. Qué extraño, no reconozco mi propia vida. ¿Qué me llevo? 

 

En el ascensor, quisieras evitar mirarte en el espejo, pero también buscarás ahí reconocerte, o al menos ver qué diablos va a pasar ahora. Pasarán años y todavía recordarás ese momento. “Buenas tardes, vecina del quinto, no me mire así, es que me acaban de dejar y está a punto de darme algo. Sí, yo también bajo, gracias, aunque no sé dónde.”

 

Has caído, como una losa, y cuando te has levantado la película ya había empezado. Personas que no conoces se mueven como si supieran adónde van, y te miran cabreados  porque les molesta que sigas ahí, parada, abrazada a tu estómago, con cara de no haberte estudiado el papel y con una maleta vacía o llena que pesa más que tus fuerzas. Creo que me he perdido, y creo que tengo hambre, aunque sólo me apetece hartarme de llorar.

 

En la medida de lo posible y lo imposible, tú ya tenías controlada tu vida. Al menos, es lo que creías, al haber asumido que la felicidad consistía en una tranquilidad blandita que te había aconsejado, no sabes bien desde cuándo, no hacer demasiadas preguntas. Ahora, tras borrar la vieja definición, y con un par de fresas, tendrás que inventarte otra nueva, porque, lo siento en el alma, ésa no era. Uno a menudo insiste en olvidar aquello que no le interesa. El dolor, por ejemplo.

 

Girona, 28 abril - principios de mayo de 2007

 

Ausencia, Pablo Neruda (fragmento)

Ausencia, Pablo Neruda (fragmento)

Pero espérame, 
guárdame tu dulzura. 
Yo te daré también 
una rosa.

Maldita ranura

Maldita ranura

HE VISTO CÓMO BUSCAN. He visto cómo miran, mordiéndose los labios a menudo, a la espera de haber acertado cuando den contigo. Mínimamente. No necesitan más. Te encontrarán, no me preguntes cómo y, una vez ocurra, ya no podrás despegarte de ellos. No te dejarán, tampoco sabrías cómo demonios hacerlo. Y, te parecerá sorprendente, tampoco querrás hacerlo.

 

Capturado.

 

Te dejarás envolver por ellos, y serás absorbido por sus vidas. Lentamente. De manera implacable. Hasta que formen un uno con tu vida. Y ya nada volverá a ser como antes, y no tararees, esto no es el título de ninguna canción. Ya nada volverá a ser exclusivamente tuyo, personal, intransferible. Íntimo. Te contarán, y tú escucharás, porque son tus amigos o porque sólo quisiste ser amable con un desconocido. Y entonces no habrá vuelta a atrás. A partir de ese momento, su vida se meterá contigo en la cama, y protagonizará más de uno de tus sueños.

 

Conocerás a otros como tú. Quizás durante una conversación nimia. Y compartiréis, con extraño orgullo, la misma sensación: la constante necesidad de responder a las preguntas de otras vidas. Con respuestas exigidas, disfrazadas de consejos, que no tendrán nada que ver con vuestras angustias. Buenos guiones que curen gritos en cualquier momento.

 

Y un día te darás cuenta de que desconfías de los silencios, esos que antes endulzaban tu cotidianeidad, porque sabes que algo, que pronto conocerás, está pasando. Y tendrás que pensar, rápido. Dar respuestas. Y no se te perdonará que un día no quieras escribir guiones, no se te perdonará porque todo lo demás será menos importante.

 

Serás consciente de que lo que escribas será bueno para las otras vidas, nunca para ti. Te lo dijeron el primer día. Aquella reacción tuya, descaradamente incrédula, hoy te abofetea en la cara. Tenían razón. No sirve para ti. Nada de lo que sepas escribir, con la certeza del que sabe la verdad, servirá para ser tú más feliz. Maldita ranura que estará ahí, y que se irá tragando tus deseos. Para que no pierdas el tiempo, pensando en ti. ¿Otra vez tarareando? Las canciones son mensajes cifrados pidiendo auxilio, ¿quieres más gritos? No vuelvas a hacerlo.

 

Hasta el día en que ya no te mortifique.

 

Escribir para otros vidas mejores es un trabajo como cualquier otro. Apreciarás tus nuevas aficiones: guardar grandes, qué digo grandes, asombrosos secretos, desenmascarar el significado de reacciones o de silencios, razonar, y convencer. Aprender, para llenar barriles de respuestas, para ampliar el campo de los aciertos.

 

Tu libro de cabecera, las vidas que crucen por tu camino. Y, si realmente eres bueno, un día te encontrarás casualmente con el dolor, ése al que todos temen, pero tú no tendrás miedo. Sí, es curioso, pasará de largo, sin inmutarle tu presencia, porque no es a ti a quien busca. Entonces sonreirás, como un estúpido, con la tranquilidad del que no siente nada. “Qué suerte la mía”, pensarás, y seguirás escribiendo.

 

Sin contar las cucarachas

Sin contar las cucarachas

PERFECTO DÍA HOY. La temperatura ha bajado en cuestión de horas lo suficiente para que el otoño se presentara de repente, con un bofetón en la mochila. Vengo a merendar, me ha dicho, traigo tequila en la cantimplora. Mis labios cortados ya me quisieron avisar hace un par de días, pero yo, ilusa siempre, ni caso. También se ha pasado por aquí la lluvia, tan maleducada en esta época, que me ha recordado que estoy baja de ánimos. Gracias, no era necesario, no entiendo cómo se empeñan algunos en repetir cien veces las cosas que a uno no gustan, y que de sobras conoce. Y permite, aunque no sepa decir por qué ni quiera convencer a nadie de que lo sabe. Tienes mala cara, ese chico no hace para ti, no te preocupes, ya encontrarás novio, qué culo tan raro te hacen esos pantalones, y... si dejas el trabajo, ¿de qué vivirás?... Sí, ya lo sé, ya lo sé. Admiro la capacidad de dar de los que aman. Cuando yo sólo quiero que me dejen en paz.

 

El otoño se entremezcla con los cambios que me están tapando, y que tanto pesan. Como el edredón  que no sabes bien cuándo poner. Y que en esta ocasión se ha puesto solito. Las personas cada vez importamos menos. 

 

La ventana por la que miro se ha propuesto enseñarme poco. Antes, descubrir la catedral, a lo lejos, me hacía sentir orgullosa, no me preguntes porqué, las cosas más tontas producen en la gente como yo sentimientos dispares. La catedral de la ciudad que me acoge, y que tan poco quise, orgullo; mi madre, que sólo habla para reñirme, ternura; mi sobrina de pocos meses, que ya me sonríe, miedo; yo misma, cansancio cuando no locura. Ahora pisos que aparecen más rápido que una arruga me obligan a mirar ladrillos sin gracia. Con la poca poesía que encuentro en un ladrillo, o en un millón de ellos, por muy bien colocaditos que los hayan puesto a todos. Muchas gracias, señor constructor, que un día me prometiste el cielo y hoy me ofreces obra vista.   

 

— Oye, cariño, eso que estás haciendo que te dé dinero, porque si es para perder el tiempo... para perder el tiempo ya estoy yo...

— Hay palabras que se dicen, sí, pero que no son necesarias.

— Sí, ya, pero que te dé dinero...  

 

Dinero. Nunca algo tan repugnante gustó tanto. Sin contar las cucarachas, claro.  

 

Girona, 12 de octubre de 2004  

Ya soy ama

Ya soy ama

TARDÉ MUCHO en volverme a sentar y escribir, escribir para mí. Para otros no dejé de hacerlo nunca. Me había acomodado en esa tranquilidad engañosa que me aturdía y evitaba que pensara en cosas que de verdad me importaban. Y me asustaban. El otro día volví a acordarme de él. Mientras resuelvo mi presente con bofetadas sordas y trapos de cocina, parece mentira que mi cabeza insista en devolverlo a mí, ahora. Ya casi era de otra época, de otro color, aunque no me costó pasearme con él entre días que creí haber guardado para siempre bajo llave en un baúl. O mejor debajo de una losa grande y gorda, que yo nunca he tenido un baúl. Cuando mi vida se dirigía hacia otra dirección. 

 

Me voy a hacer un collar de facturas para que me veas bien guapa, y me colocaré el estropajo de reloj para no perder tiempo. No olvides quitar el polvo a todo lo que se preste y plánchame la boca con tu lengua ahora, en casa, que no nos ve nadie, aunque nos oiga el vecino. Y nosotros al crío del vecino, cuando se queda sin papel en el baño, cuanto zurra a la hermana o cuando, a menudo, saca de quicio a la madre. Y además tira piedras a nuestro gato, y bolis, y pelotas, a saber cuántas pelotas le deben quedar al niño ese. En este lugar que es raro y es nuestro y del banco y se llama hogar pero aún no conozco, ni acabo de sentir como mío.  Prepárate porque cuando llegues hoy me verás diferente. Me habré perfumado toda y te volverás loco de amor por mí, y yo me reiré durante horas y la noche pasará así, con risas y alcohol que huele a limpio y mañana despertarás abrazado a mi vientre y yo con una sonrisa dormida y pegajosa.

 

Y mañana comeremos lentejas. Ya me he apuntado la receta para no olvidarme de los ajos, el pimiento y la cebolla... Te vas a poner contento y gordo cuando me veas de ama, de casa, claro, rodeada de tantas ollas. Tranquilo hombre... que ya fregaré yo luego y lo dejaré todo recogido. Que después dices que soy muy lenta y que todo lo ensucio para un plato de nada. Con la ilusión que le pongo. Es que me meto en la cocina y me gusta hacer las cosas tranquila y se me pasa el tiempo, y a ti te viene el hambre, y el genio, ay, qué gruñón eres, y entonces vienes y me asustas. Y yo grito como loca y no se me entiende nada. Y tú te ríes porque te gusta meterte conmigo y yo parezco una loba. Lárgate de la cocina o te meto en la olla. Idiota, yo aquí como una tonta y tú... es que... tú ya no me quieres. No pienso darte un beso! ...vete..., anda, no prometas nada que siempre te puede el sueño... es que me tienes abandonada... ¡Leche! ¡Que se me pegan las lentejas!

 

Girona, 4 de abril de 2003

¿Y tú quién eres? / Fauna nocturna

¿Y tú quién eres?  / Fauna nocturna

LA BARRA DE UNA DISCOTECA es como una jaula, pero al revés. Las fieras están fuera. Gritan, se empujan, insultan, gruñen, saltan, bailan, ríen, lloran, miran y, sobre todo, buscan. Me llamo Sara y trabajo de camarera en una discoteca de moda, en La discoteca de moda. Lo más. De noche, cuando todo es más claro.  

 

Me han pedido que os hable de mi trabajo, pero lo divertido de mi trabajo es lo que no se cuenta de él. Así que voy a hablaros de vosotros, los que alguna vez pisasteis una discoteca, y yo os he visto. Dos son las cosas que hace la gente cuando llega a una discoteca: la primera, ir al lavabo:  

 

— Un momento... Voy al lavabo.

 

— Ah, sí, yo también.

 

— Esperad, os acompaño, a ver cómo son...  

 

La segunda, correr hacia la barra, la primera barra que encuentren. Allí estoy yo, y ahí empieza la historia. Atrás queda el ingenio, los nervios y la cara de buenos que ponen algunos para entrar a formar parte de los elegidos y poder entrar, ay, a La discoteca. Y atrás los que tuvieron que ir a casa tres veces para cambiarse de ropa y tendrán que hacerlo una cuarta porque hoy no es su día de suerte. Cuando se ha pasado la primera fase, guau, uno ya es libre, qué guay, ya estás dentro, y hay que celebrarlo. El siguiente objetivo a veces es más duro. Hay que llegar hasta la barra. La barra...uhhhh, la barra guapa nos espera allí, detrás de cientos de cuerpos que se agitan, huelen y parecen decididos a no dejarte pasar. Coño, parecen piedras que alguien ha puesto aquí con muy mala idea. Y claro, en La todo está lleno de piedras y no hay dios que pueda pasar...

 

Empieza la Operación Cubata... El alcohol es como una boca hermosa y extraña, una maliciosa turbulencia que a muchos atrae y a muchos pierde... Y tú, oh camarero guapo-tío-bueno-masiso-apañao trae para acá que tengo que calmar mi sed. O mi miedo. Todos, sin excepción, se agolpan como pasa en el Tetris en las barras. Desde el que ya forma parte del mobiliario (¿ése es Carlos o un bafle?), el que viene siempre pero todavía no sabe dónde están los lavabos (¡¡subiendo las es-ca-le-ras!!), el que no entiende cómo puede costar tanto un cubata (¡La semana pasada no valía tanto!), el que se pierde siempre (¿dónde dices que están los lavabos?), el que te puede tirar del pódium como te despistes (¡Mira que es grande la discoteca!), el que usa un perfume que más bien parece mata-humanos (¡Madre mía, qué pestazo!), el que ve enanitos colgados del techo (Mira, mira, ¡se están riendo de mí!), y el más conocido y relevante en el lugar: el que ve doble (¿Carlos?, ¡me vas a dejar sordo! —Perdona, tío, soy un bafle—). 

 

La gente suele llegar a la discoteca en grupo, en pareja o a tientas. Los grupos arman jaleo ya en la puerta, vienen con una euforia chillona cuya mejor explicación nos la daría el vino peleón donde los haya que han engullido, como unos valientes, durante la cena. Por llamarle de alguna manera. Cómo no reconocer esas risas, el cachondeito, y esos mofletes que como el ADN todo el mundo tiene pero cada uno diferente. Son los únicos que no tienen frío esperando la larga cola en la calle, humm..., sospechoso. El grupo pasa la frontera y se crece, se le oye gritar como simio contento y seguro del triunfo... Vaya, y sólo han entrado a una discoteca. En la barra, son los típicos que a) si son pijos, te hacen el gran favor de pedirte a ti, insulso camarero, una copa, su copa. Y rapidito, que la noche es corta y las rubias escasean (las de verdad, claro). El pijo habla en voz baja y, bueno, pues el camarero no se entera y después de vociferar un “no-te-entiendo” que más bien suena a “¿qué-te-crees-tío-que-esto-es-el-cine?” le atiende rápidamente. Porque eso sí, fuera de la barra todo ocurre a su tiempo, a veces ni ocurre, pero dentro de una barra el tiempo brilla porque pocos lo han visto. De todas  formas, servir un cubata a un pijo es bastante sencillo. Este tipo de gente bebe lo mismo, todos, y si no quieres esperarte a que su excelencia te vuelva a decir qué es lo que le apetece beber pues le pones un gintonic con la primera ginebra que te pille cerca y ni se entera. Pero hay que tener cuidado porque si te ve querrá Befeeter y, bueno, ya la has cagao. ¡A eso venía lo de rápido! Los grupos formados por no-pijos son más complicados, o lo que es lo mismo, tocan más la moral. Cada uno toma algo diferente y la característica que les une es la gran imaginación y la falta de lógica a la hora de seleccionar la copa (¿seguro que eso se puede mezclar?).

 

El peligro acecha si a los meticulosos porteros-forenses se les ha colado un grupo b) chungo. Cuidado. Muerden, ay, hablan fuerte. Estos no tendrán que repetírtelo. También sabes, cuando los ves, qué van a beber, pero con una simpatía arrolladora y pretendidamente artificial lo preguntas. Por si acaso. Por lo del buen rollito. Vamos, para que siga la fiesta y tú con todos los dientes. Es broma. Pero por si acaso, sonría, por favor, y no parpadee. Suelen pedir a las camareras, porque nadie puede mirar a sus chicas. Imagina un camarero guapo-tío-bueno-masiso-apañao sonriendo a... No quiero ni pensarlo. El grupo más concurrido es el formado por c) niñas. Llamémosle “niñas” a aquellas féminas a modo de Lolita que vienen de una fiesta de disfraces. Espectáculos dignos de ver. Son las que aparecen con la mochila y que suben al lavabo con dieciséis años y bajan con diez más, años, claro,  porque lo que son centímetros... (“¿Te gusta mi falda?, es nueva.” —“¿Falda? ¡Qué tonta, creía que era un cinturón!”). Ellas son su propia moda, la última moda. Combinaciones inverosímiles que con seguridad aplastante contonearán como unas reinas. A menudo no son guapas, ni les hace falta, lo importante es que hay que derrochar calor, mucho calor, y que se tapen otras que a mí la ropa me sobra. A la hora de pedir una copa, esperarán con paciencia y tesón que “su” camarero, el más joven-guapo-tío-bueno-masiso-apañao les atienda a ellas, les ponga un chupito y les guiñe un ojo, ¡y hala, a bailar un ratito!  

 

La gente, una vez repostado, después de varios intentos de soborno sin gracia para conseguir copas gratis (“Una para ti, ¡guapa!” —Sólo faltaría qué tú me pagaras a mí la bebida!—) y otros tanto de escaqueo meticulosamente planeado a la hora de pagar... (“Perdona, sí, tú, el cubata no es gratis”), siente dentro de sí que ahora empieza de verdad la fiesta, la caza, vamos, las dos cosas.  Primordial en este momento encontrar la zona idónea, o la zona más idónea que hayan dejado los que vinieron antes, lo ideal es que tenga buenas vistas... y pocos hombres, dirían algunos. Luego... todo es cuestión de química, o de pocos escrúpulos, según como se mire. Porque triunfar se triunfa, eso seguro... 

 

2004. Continuará...