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Evitalios

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Ángeles, Marwan

Ángeles, Marwan

Lo malo es echarte de menos, los labios que nunca mordemos

Lo bueno es saber que en tu ropa interior hay bolsas llenas de caramelos

Lo triste es que vivo en un túnel si no me sujeto a tu ropa

Lo alegre es tu lengua al buscarme que en vez de saliva me trae amapolas

Lo raro es que al irse tu pelo ya no cicatriza la almohada

Normal es que cuando me miras la vida me da seis vueltas de campana

Lo feo es la piel protestando, pidiéndote todas las noches

Lo bello es tu pecho de niña y el vaho abrazado al cristal de tu coche

Lo fácil sería desquererse pero ¿quién rebobina este cuento?

Difícil mirarte a la cara mientras doy pedales contra tu recuerdo

Tu eres un beso sin rumbo y yo un corazón sin respuesta

Los dos nos quedamos sin pulso al rompernos la boca con tanta obediencia

 

Y es que somos dos ángeles con sexo

El tiempo que ahora pierdo haciendo estas canciones

Es el tiempo que te debo

Dos ángeles con sexo, dos miedos paralelos

Mi boca está clavada en el madero de tu cuello

 

Lo malo es que siempre te he dado mucho más de lo que tenía

Lo bueno es que dándote todo supe que te di lo que te merecías

Lo triste es que no hay provisiones si estoy lejos de tus caderas

Lo alegre es tocarte el culo en un bar sin que el resto se haya dado cuenta

Lo raro es que a estas alturas ya quiero follarte hasta el alma

Normal es querer conocer el millón de secretos que esconde tu espalda

Lo feo es no ser insolente como fueron Adán y Eva

Lo bello es que anoche aprendí que el kilómetro cero está entre tus piernas

Lo fácil un charco de babas cada ve que viene tu risa

Difícil será olvidar el nombre de los bares donde tu respiras

Tu eres un beso sin rumbo y yo un corazón sin respuesta

Los dos nos quedamos sin pulso al rompernos la boca con tanta obediencia

 

Y es que somos dos ángeles con sexo

El tiempo que ahora pierdo haciendo estas canciones

Es el tiempo que te debo

Dos ángeles con sexo, dos miedos paralelos

Mi boca está clavada en el madero de tu cuello

 

Menka (cap. I)

Menka (cap. I)

EL DÍA QUE A CARME LE CAMBIÓ LA VIDA empezó como cualquier otro. Se levantó sin necesidad de oír sonar el despertador, se puso el batín celeste y lleno de bolitas y se fue directa al baño. Orinó, como lo hacen las vacas, que parece que tengan mucha prisa o mucho pis. Aunque, antes, refunfuñó “qué fría es la porcelana, madre”. Luego sonrió. Siempre que hacía pis sonreía. Aunque eso sólo lo sabían ella y las baldosas verde pistacho que le quedaban justo en frente. “¡Ay, si las baldosas hablaran!”

 

Nunca se duchaba por la mañana, prefería hacerlo bien entrada la tarde. Se lavó los dientes, después la cara. Usaba el jabón de toda la vida, porque le dejaba el rostro brillante aunque un poco acartonado. Mientras se ponía la crema antiarrugas, ésa que los días de más calor le dejaba pringosa la frente pero que tan bien olía, se miraba de reojo en el espejo. Nunca le había gustado demasiado su nariz, y con los años todavía menos. “Ahí sigue la muy perra, cada día más grande.”

 

Se tomó una taza de leche con unas gotas de café y tres cucharadas de azúcar y una tostada con aceite mientras escuchaba las noticias en la tele. “Uno empieza el día de mala gana, cuando busca la realidad”, pensaba. Pero no cambiaba el canal, porque acababan de decir que por fin habían encontrado el cuerpo sin vida de la pequeña Sabrina, entre unos matorrales, e iban a ofrecer en directo las primeras declaraciones de la familia. Había un detenido, el primo hermano de la cría, soltero, de treinta y ocho años. Luego sí. Cuando la madre de la niña parecía que ya había acabado de responder a las preguntas de unos micros que parecían hienas. Más que nada porque la mujer se había desmayado. “¿Has grabado eso?”. Luego sí se sentía como si ella tuviera algo de culpa, “¿qué necesidad tengo de ver esto?”. Pero no antes.

 

Realidad apestosa aparte, el día que a Carme le cambió la vida bajó por el enclenque ascensor de su edificio a las 8.30 AM. A esa hora solía coincidir con los jovencitos del octavo, esos chicos tan majos pero que no se peinaban ni que les obligaran. Así fue también ese día. Con dos únicas diferencias: no dejaron de reír desde que Carmen dijo “buenos días”, en el sexto, hasta que Carme dijo “adiós”, ya en la planta baja. Por primera vez, salieron antes que ella. De hecho tuvo que esperar a que, entre empujones y cachondeo, se decidieran “de una puñetera vez a salir, que vale ya con tanta bromita”. Tal desbarajuste agotó el tiempo que tarda el ascensor en cerrar de nuevo sus puertas, en el momento exacto en que la mujer ponía de lleno su cara encremada con la actitud de hacer lo propio. El bolso se le cayó al suelo, del porrazo, como también lo hizo su culo. Su perra nariz, rabiando, aguantó el golpe. Porque “que tú no me quieras no significa que yo no sea buena”.    

 

Tardó en reaccionar varios segundos. Acto seguido, todavía aturdida, procedió a reconocerse. El trasero, sólo ligeramente dolorido, gracias al acolchado modelo galletitas y demás bollería de la merendola diaria. El momento delicado, intentar hacer las paces con su nariz previo torpe toqueteo. “Esto no va a ser fácil.” Como cuando intuyes que no eres bien recibido, o no tienes ni idea de cómo acercarte a alguien a quien no has tocado nunca porque “ni falta que me ha hecho”.

 

“Hay qué ver la de tonterías que lleva una en el bolso”. Y cómo no, alguna que otra sorpresa: vivan las sorpresas aunque nos sirvan para cerciorarnos de que estábamos equivocados. “¡Míralo! El dedal de plata de la prima Rafi, con la de veces que me lo pidió y que yo le perjuré que ya se lo había dado… porque mira que llega a ser pesada, aunque sea mi prima… la pobre. ¿Y eso? ¿Eso estaba en mi bolso?”

 

“Eso” era un cigarrillo raro, más fino y mal hecho, no de los que venden en las máquinas de tabaco, que esos salen todos iguales y metidos en su cajita bien puestos… “¡Eso es droga!”. La primera reacción, tirarlo: “¡Fuera, fuera!”, contra el espejo. Lo siguiente fue ver cómo rebotaba y se colaba en un santiamén en el bolso. Como se tira un niño sin miedo a la piscina: con muchas ganas y como si sólo pudiera hacerlo una vez.

 

Ante lo visto y extrañamente excitada, Carme, de manera excepcional, se miró en el espejo, buscando respuestas: “¿tú has visto lo mismo que yo?”. De frente, por cierto, su nariz no era tan grande. “Muy bien, esa cosita se viene conmigo”. Y así fue. A la de tres, se levantó, se atusó el pelo y salió del ascensor. Era martes y en el mercado ya debían estar más que puestas las paradas.   

 

 Girona, 18 de junio de 2009

Cómo se come

Cómo se come

PARA DELIA, EL DÍA ACABABA mucho más tarde que para los demás. Compaginaba los estudios con el trabajo, así que le tocaba ir a la oficina por la noche a recuperar horas. Ya de madrugada, volvía a paso rápido a casa. No quedaba demasiado lejos, pero no se entretenía, como gustaba hacer cuando recorría la ciudad. Así que sólo descubría el final intocable de los edificios cuando todavía había claridad.

 

Aquel día había llovido mucho. Los truenos, relámpagos y demás literatura romántica la habían pillado tecleando listados de altas y bajas en el ordenador. Mientras éste echaba humo, ella pensaba en lo que no tenía tiempo de hacer y más deseaba. Dormir hasta aburrirse, ver muchas películas, mirar por la ventana, cerrar los ojos y encontrar un final para su último relato. Quitarse el sujetador y tener exactamente la misma cantidad de pecho, atreverse a tocar la más bonita panza embarazada, decir lo que pensaba de verdad y partirse de risa, insultar a alguien a grito pelao, besar su boca caótica, cambiar de cerebro... Las 02.43 horas. “Mierda, ¡qué tarde es!”

 

Después de haberse fumado todos los cigarros que le cabían en cinco horas, le empezaba a doler la cabeza. A su izquierda, un montón de papeles con dientes amarillos le recordaron que no había terminado aún. Sin embargo, guardó su última línea y apartó la vista del ordenador. Ordenó la mesa, embutió enseres varios en su bolsa, bebió agua, apagó las luces y salió del despacho.

 

Chispeaba. Empezó a caminar calle abajo. Ni un alma. Ni los de la basura, ni una pareja metiéndose mano en un banco del parque, ni un gato flaco debajo de un coche. Ni un borracho, un guiri despistado o un sonámbulo. Lo normal de un domingo gironí.

 

Hora de llegada: 02.54 horas. A escasos metros de su destino, observó luz en el portal. Porque la puerta que separa su casa de la calle es mitad madera mitad cristal. La mitad de todo se ve. Hasta la luz. Las sombras.

 

Delia no se caracterizaba por ser una obsesionada de nada en particular a excepción de lo que no se podía contar, y no tenía más que una incipiente jaqueca cuando vio la luz encendida. Segundos después, cambiaría de opinión. Una cara, unida a un cuerpo que no era amigo y que nunca hablaba con nadie, se balanceaba tras la puerta. Mirando hacia el enorme espejo que da la bienvenida tras la casapuerta. O que te recuerda quién eres. O te pregunta quién eres. “Vivan los sinvergüenzas que no temen preguntar”, posiblemente hubiera exclamado si no le pesara tanto el cansancio.

 

El bloque de pisos es viejo. El tiempo que tarda el ascensor modelo Psicosis en llegar, tras accionar el botón correspondiente, excesivo. El ático, planta donde vive Delia, obviamente excelso. El susto que se pega la chica ante la figura tambaleante también es eminente. Entonces, tiene miedo.

 

Ya no se acordaba del miedo. Antes de que hable, Delia le tapa la boca. “No, no me ha hecho nada. Ni siquiera se inmuta cuando alguien pasa por su lado. Pero no parece de este mundo, aunque este mundo esté lleno de locos.” 

 

¿Cómo se come el miedo? Hincándole el cuchillo primero. 

 

A la mañana siguiente, los chillidos de su compañera de piso la despertaron. Resulta curioso que, en un bloque donde viven como mínimo trece personas, la primera que tenga la necesidad de salir de él sea Ana. Ana, en chándal, dispuesta para ir al gimnasio. Ana y sus gritos, Ana y su boca desencajada, Ana y sus manos heladas, Ana y su ojos perdidos.

 

Uno piensa que es incapaz de hacer algo, pero es mentira. Delia no sabía que podía clavarle tres veces la llave de casa de su abuela en el cuello a alguien y pudo hacerlo. Alguien mucho más alto y corpulento que ella. Tampoco sabía que podía subir a su piso, toda llena de sangre, y darse una ducha. Secarse la melena porque no es bueno irse a dormir con el pelo mojado: hay riesgo de pillar un resfriado. Poner la ropa manchada en una bolsa de basura y guardarla debajo de la pica, en el lavadero. Enfundarse en el pijama limpio y meterse en la cama. Leer un rato sobre pedagogía y arte, porque le cuesta una barbaridad conciliar el sueño. Ella no lo sabía.

 

El corazón, que a punto estuvo de salirle por la boca, desistió tras un vaso de leche y varios cigarros. Sus manos dejaron de temblar en algo más de una hora. La mente, en blanco: “al menos ahora miénteme, por Dios”, fue lo último que dijo con sentido. Tras aquel domingo, Delia no volvió a tener miedo. Al menos, no de otros.  

Girona, 18 de abril de 2009

Haberlo sido

Haberlo sido

ELENA NO CONOCIÓ A LUIS hasta que no habló con él por segunda vez. De hecho, no se acordaba de que hubiera habido una segunda vez. Por aquella época, ella no salía sin haber bebido antes (un detalle que no era percibido por la mayoría de los interlocutores que apreciaban su compañía). Por este motivo, muchas conversaciones no pasaban al archivo de su historia. Tampoco solía hacer discriminación alguna por cuestión de sexo, edad, o posición social. Lo que es lo mismo, hablaba con todo Cristo.

 

En cambio, y para sorpresa de ella (bendito aquel que todavía logra sorprender) él sí que se acordaba, incluso de la trivialidad sobre la que discurrió la breve charla. Al día siguiente, mientras ésta desayunaba tostadas con mermelada casera, esa trivialidad hizo que el rostro del muchacho, cuya sonrisa no le cabía en la cara, se le presentara delante: “¿Y tú qué haces aquí?”

 

Sin embargo, Elena no se enamoraría de él por ello. Hacía tiempo que no se enamoraba por tan poco. Era muy consciente y en cierto modo estaba orgullosa. Había aprendido. Una interesante lección entre el variado suspenso emocional que tanto la aburría. De alguna manera, que no sabría explicar sin sonrojarse, se había vuelto recelosa de todo aquel que se acercaba, interesado, a ella. “Es una manera de defenderte”, le reprochaban sus amigos más osados. “Es una manera de avanzar”, resolvía para sí, mientras asentía divertida con la cabeza.

 

Durante gran parte de su vida, había considerado que el amor era una de las razones primeras de la existencia. Pero lo que un día defendió, más tarde le pesó. Y el amor  pasó a un segundo término en sus prioridades vitales. “¡A tomar viento!”. Ni mirando de reojillo a Elena —por si se desdecía a última hora de su inesperado giro ideal—, con más pena que gloria, allí que se fue el pobre. “Mejor dedicar esfuerzos a mejorar en aquello que se nos da bien, que quemar ilusiones con aquello que ni siquiera entendemos.” Así de feliz e ingenua vivía Elena, revolcada en su trabajo, hasta que se dio de bruces con una trivialidad: suficiente para desbaratar la más obcecada decisión.

 

Luis ya conocía a Elena la primera vez que habló con ella. Todos conocían a Elena. Él la miraba con el descaro del que no teme nada y sabe qué quiere. Cuánto tenía no le importaba ahora, porque le faltaba Elena. Hasta aquel día. Cuando ella llegó, como tantas otras veces, saludó a todos y besó a sus amigos. Al pasar por su lado, como no había hecho nunca, le sonrió y se detuvo a saludarle.

 

Sin embargo, Luis no se enamoraría de ella por eso. La quería antes de que Elena lo viera. De hecho, hacía tiempo que podría enamorarse de un alfiler, porque hacía años que debía estar enamorado de otra persona. Así, se podría decir que lo tenía todo, pero todo es nada cuando no se le da valor.

 

Hubo una tercera. Dos personas hablan porque así lo desean. Ni siquiera Elena quería engañarse negando tal obviedad. Además, tampoco le cabía “discriminación” en la cabeza. Con su jersey amarillo, ahí estaba Luis —exaltando los ánimos de los que siempre tienen algo que decir, porque no soportan ser invisibles— hablando con Elena, haciendo reír a Elena.

 

Después, hubo otra conversación, pero no hubo palabras. Le siguió un silencio eterno o etéreo, según estuviera de gorda la luna. Tras él, malentendidos y reproches, porque no todas las frases expresan lo que motivó que fueran dichas. Gritos y más silencio. Lo siguiente fue una partida de póquer entre el orgullo y sus amigos y el cabreo y los suyos. Cuando arreciaron los primeros recuerdos, y la necesidad de sumar nuevas letras a una historia sin líneas, llegaron nuevas sorpresas.

 

Hoy no están tan cerca, lo cierto es que hace tiempo que dejaron de verse. No importa. Lo bueno de estas historias es haberlo sido. Hay una línea imaginaria en el suelo que separa a las personas. Tiene el poder de parar los pies, de cerrar bocas y de borrar gestos. Se expresa humanamente mediante un prejuicio, un temor, una vergüenza, una timidez. Sólo cuando dos personas se encuentran, esa sabionda sucesión de puntos deja de joder. No es una tregua, es un triunfo.

 

Girona, marzo de 2009

Mensajes

Mensajes

ABRO LOS OJOS. Mañana fantástica en la ciudad que más me conoce, sol valiente en un febrero que se presenta tan impredecible como su predecesor. “Hoy puede ser un buen día”, plagio, y con esa mentalidad me tomo un soluble aunque prefiero el café. Fuerte. Negro. Amargo que no amargado. Vivan los extremos que no publicitan en la tele pero que nos proporcionan buenos momentos. A lo que iba. Que me pierdo y luego me cuesta tanto encontrarme. El café es como el papel de váter. No se reproduce. Cuando se acaba, tienes que ir a buscar más (es también como la suerte, que tampoco se reproduce ni se contagia. Te toca, o no te toca. Haber estado cerca no es ningún consuelo: casi jode más. Y ser consciente de que le ha tocado a alguien cercano, después de la efusiva felicitación de rigor, sólo te hace sentir un perfecto desgraciado).

 

Perezosa, anoche al acostarme dejé la persiana sin bajar, y lo que anoche me incordiaba hoy es un regalo. Vaya, últimamente recibo muchos regalos. Envueltos en miradas, en roces, en silencios, en risas, en deseos. En olores nuevos y en secretos. La luz me saluda y yo se lo agradezco. “¿Qué hora debe ser?”, le pregunto. “Intuye”, me dice. “Cómo me conoces”, la reprendo, ruborizada, detesto ser un libro abierto hasta cuando nadie me ve.

 

Tras bucear en las profundidades de mi cama amada a pulmón abierto y remolón, rescato el móvil. Entonces lo veo. Un nuevo mensaje. Alguien tiene algo que decirme una mañana de sábado, alguien cuya posible reflexión haya sido: “hoy es día de descanso. Tengo algo que decirle. Aunque mejor no la llamo. A ella le gusta más lo escrito que lo hablado, que no se lo lleva el viento”. Sutil amigo, sutil elección metida en un sobrecito: “eres una buscadora de la verdad”. Me había propuesto no pensar hasta bien entrada la tarde, pero ya se sabe que no todo se rige por lo que nos marcamos. Una gran suerte, por otra parte. Viva la necesidad de improvisar, que nos hace menos bobos.

 

Una hora más tarde, suena, mareado aún, mi teléfono. Sí, sábado por la mañana, ya lo dije. Sonará y sonará, se agolparán las llamadas unas encima de otras, cual orgía de principiantes. En una de ésas, miro por el ventanal inmenso y veo cómo el sol (que es más listo que el hambre y no se está de hostias) hace las maletas, “no me mires así, bonita, me largo a otra postal”. “Volverás”, le atizo. Aunque no lo juzgo: hay un nubarrón cabreado que se está comiendo el cielo. “Éste tampoco debe tener café”, resuelvo, lo más flojito que puedo porque me aterran las tormentas que chillan y lo empapan todo. 

 

Las llamadas procedían de distintos puntos de la geografía estatal. Con diferentes acentos y entonación, hablaban sobre lo mismo, problemas, y convergían todas y cada una en mí. Yo, la recién nombrada “buscadora de la verdad”, ahora quemadora ansiosa de cigarros. “Pero, vamos a ver, ¿a vosotros quién os lo ha dicho?” En éstas, al sol se lo estaba tragando el nubarrón, de hecho sólo quedaban de él algunos flecos de luz cada vez más ridículos y la maleta a medio hacer.  

 

“Para buscar la verdad a menudo hay que bombear varios litros de mentiras”, le digo a la incrédula persiana mientras la ayudo a bajar. Llueve. Con rabia, como reaccionamos nosotros — los que estamos vivos y un día nos dimos cuenta de que el miedo era sólo una excusa—  ante aquellos que se complican la existencia. Cuando deberían buscar nuevos caminos, vidas, suertes. Nuevos errores. A los mismos a los que les deberían escribir mensajes en sus espejos, en sus paredes, en sus cuadros, en sus papeles, en sus cuentaquilómetros, en sus iPhones, en sus cielos: los problemas no son como las tormentas, que la montan gorda pero al final nos dejan tranquilos. Son como las rayas de las carreteras. Por mucho que pintes nuevas encima, siempre se verán las viejas. Y así, es sumamente fácil perderse. En ésas, había vuelto a dar señales de vida el sol, desparramado en melocotones enormes. “¿Me buscabas, bonita?”, proclamó, tan chulito como siempre. “Dame un minuto, ¡el tiempo de subir las persianas!”

 

 

Girona, 7 de febrero de 2009

Pestiños

Pestiños

— ATIENDE, LINARES. Te he mandado llamar a mi despacho porque necesito que hagas algo. Algo importante. Acércate. ¿Cuántos años hace que trabajas en la empresa?

— Dieciséis, señor Sierra.

— Eso son muchos años, ¿no te parece? Ya es hora de recompensar tu fidelidad para con nuestra empresa. Hablo de nuevas responsabilidades. Lo primero que quiero que hagas es lo siguiente: entrega estos documentos a Jesús. No te entretengas con nadie, ni llames la atención. Te esperaré aquí, estoy a punto de recibir una llamada.

— ¿Jesús?

— ¡No alces la voz! Sí, Jesús, el de la camisa de rayas y los cuatro pelos, está al final del pasillo.

— ¿Jesús?

— Por Dios, Linares, ¿qué no entendiste?

— Jesús nunca me saluda cuando nos cruzamos todas las mañanas en la recepción.

— Eso que te ahorras, Linares. (“¿será verdad que es tonto el tío?”, piensa). ¿Dónde ves el problema? No hables con él. Se lo das y punto, aprisa: están a punto de llamarme.

— ¡Ahora mismo! Se lo doy y punto. Gracias, señor Sierra, por confiar en mí. No voy a defraudarle. Atienda usted a su llamada, ya me encargo yo del resto. Déjeme decirle que para mí es un honor trabajar con usted. En equipo, con usted. Y con Jesús, aunque no me salude ni un solo día. ¿Usted cree que será de fiar? Fíjese que a mí me da que… (Suena el teléfono).

— ¡Linares!

— ¡La llamada importante!

— ¡Jesús!

— ¡Gracias!

 

 Linares empieza a andar, a paso rápido. El diálogo ha quedado cortado por la llamada y la situación le ha puesto nervioso. No puede fallar. Las oportunidades no llegan todos los días. De hecho, no llegan. Qué suerte la suya. Empieza a sudar. ¿No puede fallar? Acaba de recordar otro momento con la misma sensación: cuando su mujer le pilló mintiendo. No le habían robado la cartera con la paga extra unos rusos: se la había gastado en el casino con unas rusas. Suelta una carcajada áspera que llama la atención de los demás empleados. Todos le miran. De hecho, lo miran desde hace un rato, pero él no se ha dado cuenta. “Empezamos bien. Concéntrate, Linares”. No hay tiempo que perder. El pasillo no es demasiado largo y llega pronto cerca de la mesa de Jesús. Duda antes de dejar la carpeta sobre la mesa. A punto de decir algo, le asalta la frase de Sierra: “se lo das y punto”. Nota el sudor. “Y punto”, se repite varias veces. Hasta que oye: “¿qué te trae por aquí, compañero?”. El susto es tremendo. Lanza la carpeta. Primero golpea a Jesús en la sien, después aterriza sobre la mesa. “¡Me ha hablado!”, se dice para sí, fuera de sí. Se da la vuelta, “esto no entraba en los planes”. No tiene respuesta para eso, porque no debía haber preguntas. Empieza a andar. Le arden las orejas. El pasillo es más largo ahora: “esto lo he visto yo en una película”. Linares gesticula algo que no le da tiempo oír. Debe de ser el único, porque toda la oficina está pendiente de lo que pasa. A grandes zancadas, llega hasta el punto de partida.

 

Ahí sigue Sierra, pegado al teléfono, esperándolo con la mirada. El gesto y la calva irritados, las orejas ardiendo. Una seguro. “Mira que eres tonto, Linares”, reconoce Sierra, echando mano a su cartera. “¡Cincuenta! Son tuyos, Jesús”, grita, frunciendo el ceño. “Gracias”, se oye desde el fondo. Las risas de los demás empleados irrumpen la sala, pasillo incluido.

 

— ¡Vuelva a su puesto, Linares!, y no levante el culo hasta nueva orden.

 

“Nueva orden” significó las nueve de la noche. Después de un día tan duro, lo único que quería era llegar a casa. En el trabajo, no estaba acostumbrado a que le llamasen la atención. Bueno, ni en el trabajo ni en ningún sitio. Se sentía aturdido. No entendía de qué se reían todos. Había fallado, eso no era gracioso. No podía olvidar las orejas ardiendo. Las cuatro. Menuda faena le había hecho a Sierra. Valiente cretino que no aprovecha una oportunidad. Cabizbajo, se dirigió a su coche. Condujo casi por inercia, hubiera jurado que el trayecto (“sí, sí, como en aquella peli”) se le hacía más largo. Por fin llegó. Cuando se disponía a abrir la puerta, ¡alguien había cambiado el paño de la cerradura! Sus ojos se abrieron por encima de sus gafas y dieron la vuelta. “No entiendo nada, ¡ésta es mi casa!” No sabía qué estaba sucediendo. Volvía a sudar. Golpeó la puerta, con exigencia. Una y otra vez. Nadie respondió. Se retiró unos pasos hacia atrás, tropezando contra un jarrón de lata. Cogería carrerilla y rompería la puerta, si fuera necesario. Ésa era su casa y ésas eran las hortensias, los rosales y hasta la hierbabuena de su madre. La esterilla fucsia donde dormía Dado, el gato de su madre. Y el balancín blanco donde tomaba el té con sus vecinas… su madre. Esa señora con delantal y rodillo alzado que acababa de abrir la puerta y le amenazaba peligrosamente:

 

— ¿Se puede saber quién está armando tanto escándalo? Ricardo Linares Buzo, ¡casi me matas de un susto!

— ¡Mamá! Qué haces tú… aquí… ¡en tu casa!

— Pues qué voy a hacer… ¡pestiños! ¡Serás tonto, hijo!

 

Doblemente cabizbajo, Linares volvió a subirse a su coche. Ni siquiera el olor dulzón que rezumaba a través del paño de cocina lo consolaba. Le encantaban los pestiños. Sobre todo, morder las bolitas de colores con las que su madre los adornaba. Poco a poco, a medida que respiraba niñez, se fue reconciliando consigo mismo. Al fin, llegó a su verdadera casa. La emoción del momento le impidió ver algo: había un coche aparcado delante del porche. Risueño, se dirigió a la cocina tras colgar el abrigo azul marino en el armario. Cuidadosamente. Qué bueno le había salido aquel abrigo, se decía para sus adentros. Y qué buenos estarán estos pestiños, recién hechos. ¡Qué buena que es mi madre! Qué susto que le he…

 

— ¿Ricardo? ¿Eres tú?

"Reconocería esa voz entre un millón. Sofía. Mi reina." — ¡Sí, soy yo, ya estoy aquí, y he traído pestiños!

— Qué bieeen, cariiiño, que ya estés… eh… ¿Pestiños? ¡Ahora mismo bajo, vete… vete… ¡poniendo la mesa!

 

La voz de la mujer, en el piso de arriba, sonaba alterada. Deben de ser las alturas, se dijo, divertido por la ocurrencia, Ricardo Linares Buzo. No era muy dado a las ocurrencias, así que el detalle le llenó de satisfacción. Hinchado por el momento, se dispuso a preparar la mesa. La agitación en el piso de arriba cesó a los pocos minutos. En el exterior, un coche arrancó a toda velocidad. “Buen coche, sí señor, y mejor motor”, fueron sus palabras, mantel de tulipanes en mano. Su reina, finalmente, bajó las escaleras recogiéndose el pelo.

 

— Las servilletas amarillas, amor, están en el segundo cajón. Mira que eres despistado.

— Cómo me conoces… ¡Qué bonita estás esta noche, Sofía!

— Tú que me ves con buenos ojos, Linares.

— Mis ojos sólo tienen… ¿Linares? Es la primera vez que me llamas así.

— Qué boba soy, ni que fuera tu jefa…, anda, ven y dame un beso.

— Tienes las orejas calientes, Sofía.

— Y tú la nariz helada. ¿Y esos pestiños? ¡Puedo olerlos!

— Los he dejado encima de… Creí que no te gustaban.

— ¡A todo el mundo le gustan los pestiños, tonto!

 

Esa noche, Ricardo Linares Buzo no pegó ojo. A la mañana siguiente, como de costumbre, se levantó antes que su mujer. Salió con babuchas al jardín y recogió el diario. Como de costumbre, estaba mojado. Entró de nuevo en su casa y se preparó un café, cargado. Cargado porque no sabía preparar café: él siempre tomaba leche con cacao. Con cierto ardor de estómago, regresó al lecho conyugal. Buscó en el armario empotrado hasta que encontró una caja de zapatillas J’hayber. Dentro, dinero, canicas y un colgante de oro con la inscripción: “Ricardito”. Se vistió, sin prisas. Su mujer dormía a pierna suelta y depilada. De nuevo en el piso de abajo, entró en la cocina. Tras abrir el gas de los fogones, se dirigió hacia la puerta. Algo le hizo detener. Traje chaqueta, corbata, maletín. Y babuchas. Corrió precipitadamente para dejar las zapatillas modelo perrito Goofy, regalo de su tata Lola, debajo de la cama. Tras anudarse los zapatos a la primera, salió de la casa. Ya no volvería a entrar.

 

Habían pasado treinta y tres minutos y medio. Tiempo más que necesario para encontrar en el casete de Nino Bravo: “él no te quiere… y nunca te querrá lo mismo que te quise yo”. Del chalet granate, sólo había salido la mayor de las hijas del señor Sierra: “bonitas piernas, sí señor, aunque no puedo decir lo mismo de las caderas…” Una vuelta de cinta después, Sierra apareció por el portón, hecho un pincel. “Ahí estás…”, susurró, triunfal. Tras dos intentos, arrancó el coche. “Hoy es mi día de suerte.” Siguió al hombre unos metros, a la distancia que fijaban las señales de tráfico. Porque vale que estaba a punto de cometer un asesinato con premeditación, pero de ahí a saltarse las normas de la DGT había un trecho. Nunca mejor dicho. Siguió así hasta que vio cómo Sierra recibía y atendía una llamada de teléfono. “Vaya, ¡volvemos al principio!”, exclamó. Entonces, lo hizo: aceleró y rompió el pincel.

 

— Dios mío, ¡qué horror! ¿Es que no estaba pensando?, le chilló una señora de mediana edad y orejas rojas testigo del suceso.

— ¡Pues claro que estaba pensando! Yo no soy tonto. He aprovechado mi oportunidad.

 

 

Girona, 12-15 de diciembre de 2008

Números cardinales, Andrés Suárez

Números cardinales, Andrés Suárez

Uno, fue la luna que dejaste en mi colchón.

Dos, tus ojos.

Tres de cuatro barcos naufragaron en la forma de tus modos.

Cinco, las mañanas esperando a que volvieras del trabajo.

Seis canciones llevo (sin dejarte de querer) y aún no he acabado.

Siete los hoteles que dejamos sin aliento y menos solos.

Ocho vinos duelen al pensarte equivocada en brazos de otro.

Nueve teclas grises de un piano de pared desafinado.

Cinco dedos con mis otros cinco te recuerdan demasiado.

 

Con todo para ti, nada a mi lado.

Si quieres, te ayudo a subir bolsas del mercado.

Si quieres, hacemos el verano algo más largo.

Si quieres, nos quitamos la ropa y leemos algo,

que la luna siempre llena de tus besos.

 

Once taxis libres enfadados mientras tú y yo de la mano.

Doce, los reclutas que pasaron por tu campo concentrado.

Trece, buena suerte si es que pasas sin maletas por mi barrio,

y puede que el catorce de febrero se nos junte con los labios.

 

Con todo para ti, nada a mi lado.

Si quieres, toda canción de amor lleva tu nombre.

Si quieres, decimos a Sabina que nos nombre.

Si quieres, buscamos en el cielo más razones,

que la luna es niña que juega y se esconde.

 

Foto Andrés: Esther Navalón Wamba