Blogia
Evitalios

Artículos

Mensajes

Mensajes

ABRO LOS OJOS. Mañana fantástica en la ciudad que más me conoce, sol valiente en un febrero que se presenta tan impredecible como su predecesor. “Hoy puede ser un buen día”, plagio, y con esa mentalidad me tomo un soluble aunque prefiero el café. Fuerte. Negro. Amargo que no amargado. Vivan los extremos que no publicitan en la tele pero que nos proporcionan buenos momentos. A lo que iba. Que me pierdo y luego me cuesta tanto encontrarme. El café es como el papel de váter. No se reproduce. Cuando se acaba, tienes que ir a buscar más (es también como la suerte, que tampoco se reproduce ni se contagia. Te toca, o no te toca. Haber estado cerca no es ningún consuelo: casi jode más. Y ser consciente de que le ha tocado a alguien cercano, después de la efusiva felicitación de rigor, sólo te hace sentir un perfecto desgraciado).

 

Perezosa, anoche al acostarme dejé la persiana sin bajar, y lo que anoche me incordiaba hoy es un regalo. Vaya, últimamente recibo muchos regalos. Envueltos en miradas, en roces, en silencios, en risas, en deseos. En olores nuevos y en secretos. La luz me saluda y yo se lo agradezco. “¿Qué hora debe ser?”, le pregunto. “Intuye”, me dice. “Cómo me conoces”, la reprendo, ruborizada, detesto ser un libro abierto hasta cuando nadie me ve.

 

Tras bucear en las profundidades de mi cama amada a pulmón abierto y remolón, rescato el móvil. Entonces lo veo. Un nuevo mensaje. Alguien tiene algo que decirme una mañana de sábado, alguien cuya posible reflexión haya sido: “hoy es día de descanso. Tengo algo que decirle. Aunque mejor no la llamo. A ella le gusta más lo escrito que lo hablado, que no se lo lleva el viento”. Sutil amigo, sutil elección metida en un sobrecito: “eres una buscadora de la verdad”. Me había propuesto no pensar hasta bien entrada la tarde, pero ya se sabe que no todo se rige por lo que nos marcamos. Una gran suerte, por otra parte. Viva la necesidad de improvisar, que nos hace menos bobos.

 

Una hora más tarde, suena, mareado aún, mi teléfono. Sí, sábado por la mañana, ya lo dije. Sonará y sonará, se agolparán las llamadas unas encima de otras, cual orgía de principiantes. En una de ésas, miro por el ventanal inmenso y veo cómo el sol (que es más listo que el hambre y no se está de hostias) hace las maletas, “no me mires así, bonita, me largo a otra postal”. “Volverás”, le atizo. Aunque no lo juzgo: hay un nubarrón cabreado que se está comiendo el cielo. “Éste tampoco debe tener café”, resuelvo, lo más flojito que puedo porque me aterran las tormentas que chillan y lo empapan todo. 

 

Las llamadas procedían de distintos puntos de la geografía estatal. Con diferentes acentos y entonación, hablaban sobre lo mismo, problemas, y convergían todas y cada una en mí. Yo, la recién nombrada “buscadora de la verdad”, ahora quemadora ansiosa de cigarros. “Pero, vamos a ver, ¿a vosotros quién os lo ha dicho?” En éstas, al sol se lo estaba tragando el nubarrón, de hecho sólo quedaban de él algunos flecos de luz cada vez más ridículos y la maleta a medio hacer.  

 

“Para buscar la verdad a menudo hay que bombear varios litros de mentiras”, le digo a la incrédula persiana mientras la ayudo a bajar. Llueve. Con rabia, como reaccionamos nosotros — los que estamos vivos y un día nos dimos cuenta de que el miedo era sólo una excusa—  ante aquellos que se complican la existencia. Cuando deberían buscar nuevos caminos, vidas, suertes. Nuevos errores. A los mismos a los que les deberían escribir mensajes en sus espejos, en sus paredes, en sus cuadros, en sus papeles, en sus cuentaquilómetros, en sus iPhones, en sus cielos: los problemas no son como las tormentas, que la montan gorda pero al final nos dejan tranquilos. Son como las rayas de las carreteras. Por mucho que pintes nuevas encima, siempre se verán las viejas. Y así, es sumamente fácil perderse. En ésas, había vuelto a dar señales de vida el sol, desparramado en melocotones enormes. “¿Me buscabas, bonita?”, proclamó, tan chulito como siempre. “Dame un minuto, ¡el tiempo de subir las persianas!”

 

 

Girona, 7 de febrero de 2009

Pasa y pisa

Pasa y pisa

UNO SUELE TENER PENSADAS respuestas para cuando le pregunten algo que considere importante. Para mí, una de esas preguntas es "¿por qué escribes?". Después de la sonrisa nerviosa de rigor (que no deseo perder jamás, viva todo aquello que nos pone nerviosos y provoca que, aunque sea por un momento, temamos perder los papeles), rebusco entre mis respuestas desobedientes para decir, sólo y tanto: "Porque lo necesito, y porque cuando escribo sé que todo puede pararse: el hambre, el frío, el sueño, la angustia, mi tiempo".  

 

Todo aquello primario que a menudo es más fuerte que nosotros me da un respiro que yo lleno de palabras. Palabras mías que dejan de serlo muy pronto, algo que no me importa: las palabras son de aquellos que tengan algo que decir y que les importe un pepino la cara que ponga el que tenga el oído más cerca.

 

Desde niña, tengo palabras deseosas de ser escritas. Por eso también escribo. Guardo un puñado de ellas en cada cosa que veo, espero, busco; en cada cosa que me hipnotiza, me obsesiona, me quita el sueño. O me hace soñar. A menudo tienen tanta prisa como todo lo que pasa y pisa mi mirada. Incansable, mi mirada.

 

Y no escribo para gustarte a ti, aunque brindaré si sé que hablé como tú. Escribo para contar la vida como mis letras la ven. No espero aprobación, ningún golpecito o porrazo en la espalda. Sólo me sirve seguir avanzando, y seguir sintiendo lo mismo cada vez que me pongo a escribir y me pierdo entre mis letras. Para pararme de vez en cuando, agradecida, cuando alguna voz valiente me diga que ese camino mío está un poco torcido, y que haga el favor de revisar el mapa.

 

Porque la prisa nos hace más torpes y al final nos hace más lentos. Y yo, que quiero correr porque me puede lo que me hace sentir, valoro como un tesoro que una voz amable o insolente me agarre de las manos y me diga que siga, que siga, que siga. No podría ser de otra manera, querido amigo. Espero cruzarme contigo en alguno de esos caminos llenos de olas... que habrá que romper.

 

Para Mario, para Jordi, por valientes

Girona, 26 de octubre de 2008

Tela

Tela

CUANDO QUISO BESARTE, todo se trastocó. Podría imaginármelo: habías elegido viajar al sur por carretera, tú siempre volvías al sur. Allí donde siempre te esperan y de donde siempre volvías con la mochila llena de cosas que nunca pesan. Conducías sin prisa, xino xano como tan bien se dice aquí y que tanto pega ahora que estamos en medio de unos juegos llenos de chinos redondos de oro, plata y bronce. Y de preguntas que cuesta responder sin recurrir a la palabra interés en cada respuesta, y de banderas que sólo son eso, telas. Me quedo, porque siempre hay que quedarse con algo, con el que llega aquí para luchar tras años de no dejar de hacerlo, y se vuelve a casa habiendo ganado o perdido, pero con la grandeza del que estuvo ahí, peleando.   

 

Durante el viaje, ninguna incidencia que consiga borrar tu cara de no-necesito-nada-más-porque-los-generosos-no-dejan-de-obsequiarme. Hasta que pasas por encima de algo. Tanto puede ser una equivocación, un calentón o una confianza. Una vez han pasado tus ruedas por encima de aquello, o detienes el coche, o sigues palante. Yo soy de las de seguir palante, y lo repito si es necesario para que tú no te olvides nunca (porque te prefiero arriba, así te reconoceré mucho antes cuando tenga que buscarte entre tanta gente perdida). Pero no en este caso. Me paro. Y veo la que se ha liado. No fue un despiste, no fue el alcohol, ni fueron las drogas, estaba ahí desde hace tiempo.

 

Tu opción en estos casos es la de trampear el momento con todo el tacto al que puedas engañar, con tu saquito de sonrisas pintadas y con esa transparente ingenuidad tan necesaria para no parecer demasiado lista (ni demasiado tonta). Que a los listos, y sobre todo a las listas, se les mira con desconfianza. Pero, déjame que lo diga porque a estas alturas dudo que se asuste nadie: creemos lo queremos creer.

 

Y tú, que admiras, respetas, escuchas, aprendes, ves como con un solo gesto, al estilo de una cinta de soldaditos americanos que matan sin pensar en el nombre de una tela, todo se trastoca. Joder, ¿también tú? Me quedo, porque siempre hay que quedarse con algo, con las buenas películas. Y con el sur y el xino xano 

 

Girona, 16 de agosto de 2008

Tres rositas rojas

Tres rositas rojas

ME GUSTAN LAS PLANTAS, PERO SIGO ODIANDO LOS BICHOS. Insisto en tener plantas y he aprendido a matar bichos. Verdes, pequeños, con un montón de patas y tan insistentes como yo. Mi madre que tanto me quiere y que tan poco me entiende también insiste en regalarme rosales diminutos cada primavera, y ya van tres años. Rosales que no saben de poesía ni menos dónde se meten cuando se vienen conmigo. De hecho, sólo han florecido una vez, porque ya vinieron con sus flores puestas el día en que mi madre me los regaló. Lo han vuelto a hacer, esta semana. En pleno verano mareado y lleno de moscas equivocadas de estación y tan bobas como de costumbre.

 

Me he dado cuenta de que se dicen muchas cosas que son mentira pero, tal vez porque las “necesitamos” como ciertas, las proclamamos verdades. Sin vergüenza. Quizás para no tener que pensar mucho, para estar tranquilos e intranquilizarnos por una cosa menos. (Guárdame otro secreto: me parece que no hemos dado todavía con la finalidad de “pensar”: para mí que habría que hacerlo sólo cuando fuera necesario. Así nos perderíamos menos. Y nos encontraríamos más, que eso sí que es bueno).

 

La distancia que separa las verdades y las mentiras es mucha, como de mi balcón al suelo. Por cierto, tengo que salir más al balcón, se ve todo con otra perspectiva. Más lejos es obvio, menos grande también, pero el hecho de que se vea menos importante es un respiro. Coches de juguete vienen y van, humanitos cruzan por los pasos de cebra o por la esquina que más cerca les pille. Mirando o sin mirar los semáforos, según las prisas, la pereza o las cosas que tengan en mente; la luna engorda o adelgaza según le vaya la noche, y el aire baila según la hora que sea y los humos que lleve encima.  

 

Mis plantas. Después de distintos cambios estratégicos de posición en diversos puntos de la terraza, finalmente han florecido. Conmigo, y con un puñado de calcaítos bichos verdes que resisten agarrados a sus tallos, tres rositas rojas. Preciosas. Un regalo por no tirar la toalla, le digo al soso bloque de al lado, sin bajar la guardia, con la jarra de agua en una mano y el insecticida cargado en la otra. Listo para disparar en cualquier momento.

 

De vez en cuando la vida nos gasta una broma, y nos despertamos sin saber qué pasa…”. Me suena... sí, ya me acuerdo: había que teclear la palabra “calma”, suprimir la palabra “angustia”, subrayar esas palabras de los hermanos que son amigos y de los amigos que son hermanos. Volver a consultar nuestro libro de soluciones, y buscar, buscar, hasta encontrar. Para acabar, cruzar los dedos para no perder la cabeza o más años entre tanto lío y, por supuesto, saltarnos ese trozo de la canción.

 

Al final, por muchas lecturas, revisiones, correcciones y anotaciones que de tus pasitos, pisotones, zancadas y torceduras de tobillo lleven a cabo tus seres queridos o despedidos, sólo de ti depende que tu historia vaya hacia una dirección u otra. (O no vaya, como pasa en la mayoría de historias ancladas en el Mundo de lo No Dicho). Y en eso sí que estamos solos. Es una soledad serena, a través de la que podemos ver, elegir, y ser más fuertes.

 

Y sí, yo también me quedo con un beso que quisiste dar y diste, me quedo con una mano que insistió en coger y no soltar tu mano y, sin decir nada que ensuciara el buen agua del momento, hiciera que te olvidaras de todos los bichos verdes, guardaras el insecticida y durmieras de un tirón toda la noche. Oye, si eso fue una tregua, para ti un manojo de gracias soleadas.

 

Girona, 20 de julio de 2008

 

 

Más

Más

COMO UNA CHULETA, apuntado en la mano, para no olvidarnos. Ser positivo es una manera de ver que todo sigue, aunque algunas cosas que fueron importantes se rompan delante de nuestras narices; personitas que significaron lo suyo salten de nuestros días, a menudo casi sin despedirse (los que nos quieren no se van nunca: a mil quilómetros o desde el cielo, no se pierden ni una); e ilusiones que nos propusimos materializar se las trague la incomunicación o la falta de puntualidad: porque los momentos de nuestros relojes mareados suelen ser distintos a todo lo demás.

 

Positivizar un mal día significa soltar una carcajada con una viñeta de Lio, disfrutar de una buena compañía o de la paz callada de nuestro escondite después de una jornada de trabajo estresante o cansina o aburrida. O tras soportar a un jefe amargado porque, si bien tiene mucho dinero, a él también se le cae el pelo; o de ver como el sitio que ocupas no es el que imaginaste cuando, después de tanto estudiar, se te caía la cabeza de sueño y acababas aplastando los apuntes de gramática o de historia o de cálculo o de lógica. Con la babilla colgando de tantas esperanzas en el futuro. O aprender algún camino diferente para llegar al mismo sitio, o engordar de gusto con la rica sabiduría de algunas lenguas que no se licenciaron nunca ni falta que les hace.

 

Ser positivo es también rebuscar en nuestra cabeza loca, hueca o desproporcionada razones para entender porqué siempre queremos más, cuando a menudo tenemos tanto.    

 

 

Girona, 24 junio de 2008

¡Salud!

¡Salud!

TE MIRAN SIN PIZCA DE MIEDO O ATERRADOS, pero siempre a los ojos, y aguantan la mirada como si de un combate se tratara. Parpadeos, sólo para mojarse los labios. Te dan, ganadores o derrotados, y escuchan tus letras o te acompañan en tus pausas llenas de dudas. Respetan tus locuras y aceptan todas tus diferencias. Se van, pero siempre vuelven cuando los buscas porque te diste cuenta de que sola no ibas a poder comértelo todo. Ahí están: generosos y amables, generosos y a regañadientes. Como si llevaran todo el rato esperándote. A ti, que llevas tanto tiempo corriendo, tropezando, aguantando el equilibrio. Subida a una zapatilla, agarrada al aire o una mano buena, mano de buena gente. Y sumando.

Te entienden o al menos hacen el intento por conocer tu idioma. Buscan contigo la llave que siga abriendo puertas y, lo mejor de todo, encuentran, ganadores o derrotados, unos segundos hermosos que llenarán con unas risas o con un montón de ellas. Y esos abrazos que curan. 

 

Salud, amigos.

 

Girona, 17 de junio de 2008

 

¿Tu autobús?

¿Tu autobús?

CALOR. EL AUTOBÚS SE RETRASA, o yo no me he enterado todavía de los horarios. Minutos atrás, ha llovido de manera repelente, algo que nos hubiera hecho mosquear, antes, antes de que nos percatáramos de cuán necesaria es el agua. “Qué bien, ¡llueve!”, decimos, intentando no mirar nuestros zapatos chirriando, nuestros tejanos pegados a la piel, nuestras gafas llenas de puntitos, nuestro pelo aplastado. Solidarios con los problemas que azotan el mundo. Un mundo que parece que durante todo este tiempo no ha estado ahí, secándose o inundándose, según el interés del que grite auxilio. “¿Ya llueve en los pantanos, que es donde tiene que llover?”, me dijo ayer un agudo que no aguado amigo, que puntualmente me hace reír una vez por semana, algo que no tiene precio.

 

Tampoco tiene precio darse cuenta de que uno se ha curado. Sí, es todo un acontecimiento, que llega después de poco tiempo o de un siglo. Nos damos cuenta porque uno siente que, extrañamente, está empezando a ver de otra manera lo mismo. Algo que había pasado cien veces con cien personas distintas, y nosotros sin darle más importancia. Hasta hoy. En que notas que has notado algo. Cuidado, “algo” no va bien. Es un momento bellísimo pero a bote pronto (ya me dirás porqué, tú que te las das de valiente) pagarías por haberlo evitado.

 

Ay, evita, si puedes, mientras yo sonrío, y espero que te entre un sofocón, intentes resistir (como si contigo no fuera) el chorro de sensaciones que, felices de tener algo que hacer, se pegan juguetonas a tu boca. De nada servirá que intentes disimular lo indisimulable. Ni encendiendo otro cigarro, ni bebiéndote de un sorbo la copa, ni perdiéndote entre la gente, ni mirando hacia otra parte. O hacia el suelo negro y lleno de pies locos, torpes o sosos. Porque lo que acabas de sentir no tiene sentido.

 

Pura química. Y tú de letras, casi sereno, destilando gotitas de sudor que saben a vida y que quieren aprender a tocar la guitarra. ¿Sabes? Claro que lo sabes: muy dentro de ti y muy escondidito, debajo de todas esas capas encebolladas que yo no sé cómo no te ahogas, tienes ganas de gritar:

— ¡Viva!

— ¿Perdona?

— ¡Por fin llegó mi autobús!

(Quizás tampoco será ése tu autobús, ya te dije que tenías las gafas llenas de puntitos, pero que te quiten las clases de guitarra. Aprender no ocupa lugar. Así que tampoco engorda.)

 

 

Girona, 10 de junio de 2008

Fantasmas

Fantasmas

TRAS EL PRIMER CIGARRO DE LA MAÑANA, ése que sabe a perros y que hace que nos preguntemos porqué no hemos dejado de fumar aún, intento de amoldarme a mi sofá modelo caja de cerillas para ordenar vía palabras escritas un tema que me saca de quicio. Sí, los temas que nos sacan de quicio suelen ser aquellos que nos afectan, es decir, que todavía no nos son indiferentes y por lo tanto no podemos cantarlos victoriosos o desafinados. Los que perfectamente pueden ser utilizados en nuestra contra: estoy escribiendo sobre los fantasmas. 

 

Desde que descubrí el nuevo término de mi diccionario, no he dejado de rebuscar en las conversaciones de los buenos y malos que me rodean y me duchan con las frases de sus vidas con la intención insana de recopilar pruebas. A día de hoy, he constatado que la gran mayoría “vive” con uno o más fantasmas. Y que le molesta una barbaridad admitirlo. 

  

“Fantasma” es aquella persona que perdimos o que no tuvimos pero que, extraoficialmente y porque así lo decidimos, forma parte de nosotros. Es aquel que nos hirió, o que sólo nos hizo felices un poco, o que no nos hizo ni caso. Quizás alguien a quien ni tan siquiera conocemos pero que nos hemos obcecado en mantener en nuestra vida. Más concretamente en nuestra mente, porque en nuestra vida, esa en la que se suda, se llora, se celebra, se comparten ilusiones y se calman penas, la que se puede agarrar, y en la que a menudo no vemos nada… no están. Y como no están, no nos pueden dar la mano cuando nos sentimos perdidos, no nos morderán el cuello cuando tengamos hambre, no nos sonreirán y nos dirán eso tan bonito: “no te preocupes, todo va a salir bien”.

 

No existen, porque no quisieron existir, así que no he llegado a ninguna conclusión con un mínimo sentido por la cual debamos mantenerlos en nómina. Y, cada día que pasa, es un día más que no se presentan a trabajar, por mucho que nosotros insistamos en obviar los días reales que llevan de baja.

— ¿Cuánto hace que no le ves?

— Hará casi un año.

— ¿Un año?

— ¡Todavía no hace un año!

 

Probablemente, ya encontraron otro trabajo, y les va bien o les va mal (a nosotros no nos debería de importar). Y de poco o nada servirá que salgamos a la calle y nos obstinemos en decir que nos persiguen, porque los vemos en el autobús, los leemos en el diario, nos pareció que cruzaban el puente de hierro, o nos topamos con su coche al menos una vez a la semana.

 

La obsesión es una chica lista que sabe más que nuestra perezosa capacidad para, de una vez por todas (e intentando por fin no engañar a los más ingenuos de esta historia, nosotros mismos), seamos capaces de dar carpetazo a temas que no son reales, y despedir sin derecho a finiquito a los que un día no volvieron a trabajar. A los mismos que todavía esperamos, aunque tú no te atrevas a decírmelo, con la mesa repleta de papeles desordenados. Porque, debajo del caos, sobresalen nuevos currículum vítae.

 

 

 

Girona, 7 de mayo de 2008