Blogia
Evitalios

Artículos

Aúpa

Aúpa

A PUNTO ESTABA DE TIRAR un montón de revistas que casi me obligan a dormir en el baño a falta de espacio cuando, como si de una señal se tratara, la bolsa en que las había metido ha decidido convertirse en vestido. Vamos, que se ha roto, porque de blanca ha pasado a lila y yo erre que erre metiendo más papel y ella aguantando el tipo hasta que ha dejado de ser ella. Desparramadas por el suelo, me ha llamado la atención una portada. Serrat sonreía y yo he aprovechado y le he metido mano.

 

Entre reportajes de un mundo que no conozco y recetas de cocina crujientes, perfumes sabor tierra, lánguidas modelos y viriles torsos también crujientes ha aparecido él. Un artículo de un señor cuyo nombre me sonaba como me suena tu cara porque siempre que me ves sonríes pero que hasta hoy no me había parado… a leer.

 

Ese señor que seguro que lleva gafas y come sushi decía que los grandes cambios de nuestras vidas se nos hacen abrumadores, y que por ese motivo uno resuelve no cambiar y se conforma en seguir poniendo carita de pena porque “ay qué ver que mala suerte que tengo”. Bueno, en realidad no lo decía así, pero al contármelo ya lo ha hecho mío. Y ese señor me ha caído bien porque no se ha limitado a exponer un problema y quedarse tan ancho: ha aportado una posible solución. Y se ha ganado el respeto de Incrédula Sociedad Ilimitada. A grandes cambios, pequeños pasitos.

 

De sopetón, no es posible cambiar todo lo que nos ofusca o no nos gusta o nos hace infelices, y quizá ésa es la razón por la cual no actuamos. Pero sí es posible cambiar. Repito, es posible cambiar. Primero una cosa, y luego otra. Simple y efectivo. Sin necesidad de pasar por el quirófano.

 

Entonces, he decidido escribir. El próximo cambio será ordenar mi único armario, encontrar esa carpeta, fumar (algo) menos, dormir un poco más, no olvidarme de felicitar los cumpleaños, reírme de las pesadillas, dejarme dar más besos y abrazos. Dejar de decir tantas mentiras. Y, aúpa la espontaneidad, devolver sonrisas.

 

 

 

Girona, 15 de abril de 2008

 

Si aceptas jugar

Si aceptas jugar

BIENVENIDOS A LA CAZA. Porque son las cuatro de la mañana, y porque las risas fáciles se han mezclado hace rato con el hielo del vaso, y con las miradas de aquellos que no dudarían en meterte mano sin necesidad de mirarte primero. Tú, con tu pelo marrón, largo, perfecto y estirado, brillo en los labios y perfume caro. Y ese botón presuntamente desabrochado porque es que no dejan de empujarte por todos lados. Tú, intentando sonreír al tiempo aguantar la respiración para aparentar más altura y más pecho, y no pensar qué haces todavía aquí, qué es exactamente lo que esperas y porqué no puede ser éste el lugar adecuado.

 

A menudo, un solo gesto es suficiente, un solo gesto es un beso tardísimo y más parecido a un bocado. Un paseo nervioso y rápido hasta tu cama, y un diálogo o un grito o una búsqueda entre dos cuerpos. Algo que mañana será para ti el tema del día, con todos sus rodeos mentales que acabarán provocándote mareos.

 

Acaso está buscando una ilusión en un chupito negro, con la angustiosa sensación de que va tarde. Me ha parecido que ella se agarra a eso. Quizás, porque después de tantos meses sin salir, ya no se acordaba de que a esas alturas borrosas todo es más fácil de decir y de hacer. Y de negar. Lo que al día siguiente sólo permanecerá en su memoria. No debieras agarrarte a la primera o la última rama, pienso. Aunque, desde la distancia, no muevo un dedo.

 

“No” no tiene nada que ver contigo. Ni tampoco que el que ahora busca tu cuello con ansia mañana no se acuerde de tu cara. Si aceptas jugar, es posible perder. Y es fácil perder cuando pocos (tampoco tú) se atreven a jugar limpio. ¿Los manojos de razones? Se venden por pocos euros. Ella no soy yo pero, para qué voy a engañarme, por ella recuerdo. De lejos, pequeñito e indoloro hoy, aunque pegado a la nevera.

 

Y tú, que valiente has apostado alto, sin embargo y sin remedio, no dejarás de sonreír con un recién estrenado lamparón de color negro. Desaparecerá, pienso, si lo dejas en remojo un tiempo. Aunque, desde la distancia, no muevo un dedo.

 

 

 

Girona, 12 de abril de 2008

 

Hilito

Hilito

VENTOLERA. FRÍO. ASÍ NO HAY QUIEN CAMINE. Cuando ya estaba a punto de invertir en acciones de efferelgan, se le ocurre a una genial canción de Bruce Springsteen de la que me gusta todo menos el título entrar por mis oídos, provocando acto seguido el balanceo sin gracia de mi cabezota (“¿pero tú no estabas a punto de explotar hace un segundo? ¿A qué viene ese bailoteo?").

 

Al poco, ha aparecido una ancianita de esas que desmoronan. Sólo de verlas. No tengo ni puñetera idea porqué. Pero, a mí, me superan. Como me supera lo bueno y lo malo del extraño que pasa y ve todos mis sentidos. Ya lo dije, atrae e inquieta. 

  

El viento la trajo hasta mí, igual que arrastra la nieve hacia nuestro lado, para convertirla en el agua que ayudará a que no nos quedemos tan secos. Por cierto, cierra el grifo cuanto te laves los dientes, cuando friegues los platos, cuanto te enjabones…, anda, no me seas vago que nos conocemos. Es que desde que lo sé, ya no me cae tan mal el viento. Además, cuando hace viento, el pelo queda más liso. Y más loco, y eso es divertido. Y lo divertido debería ser una asignatura en los colegios y un objetivo en los trabajos: así no habría tanto gruñón suelto. 

 

Le ha costado lo suyo abrir la puerta, y no me ha mirado cuando ha entrado (toma izquierdazo a mi egocentrismo). Ha ido directa hacia una mesa. No he podido dejar de mirarla. Como una obsesa, ha debido pensar el hombre de mediana edad con cara de haber hecho algo malo que ocupaba la mesa de al lado. Como una obsesa, he pensado yo.

 

Después de sentarse, lentamente, como se hacen las cosas cuando ya no se tiene prisa, me ha pillado mirándola (lenta pero más rápida que yo…, interesante, todavía hay esperanza). Ha empezado a hablarme, sin dejar de enlazar frases y temas aun cuando yo he tenido que ausentarme algún momento. Su conversación, como un hilito, se ha enredado entre mis dedos, y me ha seguido allí donde he tenido que ir, y me ha acompañado cuando he vuelto. 

 

Y Ancianita ha dejado de ser minúscula.

 

Porque ha venido al señor que mira los ojos y que es muy buen hombre y que le ha dicho que hasta de aquí un año no tiene que volver. Que la ve muy bien.

  

Porque que ella se hubiera esperado fuera pero su hija que es profesora y que vive en Llançà porque se casó con un chico de allí le ha dicho que iba a coger frío y que mejor la esperara dentro el tiempo que tardara ella en aparcar el coche gris oscuro que compró en Salt, allí donde venden coches de la marca esa de la que no se acuerda.

 

Porque también había venido su yerno pero con otro coche porque ya se sabe que a veces los hombres hacen cosas que no se entienden. Si todos iban al mismo sitio. Y no sería por el fútbol, porque hoy no había fútbol.

 

Y porque si no llega a tener cita con el médico, a ella no la saca nadie de su casa en Banyoles. La tarde no estaba hoy para ir a ningún sitio. Ya había ido al casal por la mañana, que allí se está calentito y pasa muy buenos ratos.

 

Una pena muy tonta me ha venido de golpe. Y ya me dirás tú a santo de qué, si yo a esa señora charlatana y dulce no la conozco de nada y no te digo a su hija que se ha pasado media hora buscando párquing y al raro de su yerno originario de Llançà. Cuando dejara de hablar y se levantara y se fuera por donde había entrado, ya no la iba a volver a ver. Ni a ella, ni a su hilito. Ay.

  

La mayor parte de la gente conocida y por conocer está deseando contarte algo que probablemente no necesites saber, o ya sepas, o simplemente no te interese, porque crees que no te aportará nada. Aunque, y no pasa a menudo, a veces te topas con alguien a quien desearías conocer más, y no es posible. “Hasta aquí llega mi hilito.” Pues vivan los buenos ratos que nos hacen salir hasta cuando hace viento. 

 

Girona, 11 de marzo de 2008

 

La pesadilla

La pesadilla

ME HA VENIDO A LA MEMORIA UN DÍA DESPUÉS de que me dijeran en suramericano amable que mi aura era muy bonita. “Que te lo crees tú, para mí que yo ya no soy tan buena.”

  

Hace días que no le veo. Miento: hace meses. Antes, venía cada día. Luego, menos. Me he dado cuenta hoy, ahora, acabadita de despertar de una siesta exagerada. Cuando uno no sabe bien cuánto tiempo ha pasado pero sabe que no hace un año dice “hace meses”. No dice “hace mucho” porque tampoco hace tanto, y el mucho se ve muy lejos, y muy pequeñito.

 

Y ya hace meses, también, que no le escuchaba. Ya no me apetecía darle un tiempo mío que él cogía con ganas, igual que quemaba los cigarros negros. Con ganas. Yo sabía que venía a verme a mí. Y como lo sabía, acabé despreciándolo, supongo. Uno supone cuando no quiere pecar de pedante, pero cuando supone es que está seguro y no sé si es peor pretender ir de modesto. En mi caso, acabé despreciándole cuando noté que no venía a escucharme a mí, sólo a hablar conmigo. 

 

Me pregunto si estará bien. Si habrá soportado estos días cansinos de tanto amor, tanta comunicación, tantos buenos deseos lanzados que, tras bordear su cogote mojado, acabaron pasando de largo. Me pregunto también si habrá recibido el petit four que impediría que lo mandara, literalmente, todo a la mierda. Para mi descanso, una de las últimas veces vi que se había cortado el pelo, que andaba algo más aseado. Me parece (creo que me estoy engañando, porque no estoy segura de haberlo dicho) que piropeé su nuevo peinado.

  

Hoy me he despertado a las dos y media de la madrugada, gracias a una pesadilla. Hacía meses que no me pasaba, porque mi sueño se ha convertido en algo preciado. Caro. Aunque no dudo en pagar lo que sea por tenerlo a mi lado. Pero hoy no sé qué ha fallado. La secuencia ha ido así: cine de gángsters, repetido y lleno de tiros y de orgullo y de ansia y de ego y de palomitas. Saladas, al menos. Y yo preguntándome porqué todavía pierdo mi tiempo así. Cena rápida en el sitio más concurrido de la ciudad y a la vez el más sucio, como Harry, como algunos secretos bañados en chocolate negro. Uno o diez cigarros y, tras abrazo de despedida con lo mejor de la velada, la compañía, paso rápido hasta llegar a mi escondite. Ya a salvo, y notablemente empijamada, oración por un sueño.

 

De repente... o pelín más tarde, la pesadilla, que la muy chulita se había metido por mis orejas (la boca la tenía cerrada y la nariz tapada), me ha mordido los ojos. ¿Perdón? ¿Acabo de atropellar a mi padre con un coche que no tengo y lo he hecho con premeditación y alevosía y algún adjetivo más de esos? ¿Y no sólo una, sino muchas veces? Y todas las veces, él insistía en levantarse, cada vez con menos cara de parecerse a mi padre y más al gángster más malo de la película.

  

— ¿Es que no tienes claro qué pasa? Soy yo, papá, tu hija. Te estoy matando.

 

Con lo que quiero yo a mi padre. Pues toma pesadilla. Pocos segundos más tarde, justo después de que bebiera agua embotellada y me quitara todo lo quitable menos el susto, he oído un fuerte golpe, como si un coche acabara de atropellar a un árbol. Al salir a la terraza, no sin antes ponerme las gafas mágicas, torpe, descalza y tras chutar mi despeinada aloe vera, he visto que un coche acababa de atropellar a un árbol. Justo debajo de mi balcón, desde donde casi todo lo veo. Y lo que no, me lo imagino. Que es lo mismo. Cualquier cosa, por un sueño.

 

 

 

 

 

Matadera

Matadera

LIBRETA EN MANO, GANAS, Y SIN RASTRO DEL MIEDO. Cerca mía, suena una música que colabora en mi empeño. Pelín más lejos, una rotunda señora habla sola. Tiene razón, sin duda. Me ha pedido un café largo a gritos nada más entrar por la puerta, y un “con dos sacarinas” que ha logrado despeinarme. No, ahí me he pasado: cuando ella llegó, el despeinado estaba ahí.

 

Me ha preguntado cuánto vale el café mientras yo servía un zumo de naranja natural a un chico recién exprimido y con cara de asustado. Que si cinco céntimos arriba o abajo, que si tenía suficiente o no. A la espera de mi pobre respuesta, sobaba las monedas. Tres monedas también asustadas. “Son todas mías, haga el favor de dejar de manosearlas. Y no, nunca tenemos suficiente”, he pensado. “El café cuesta uno con diez”, he dicho, alto y claro (de hecho, quizá demasiado alto y claro. Vaya, es una lástima que no podamos cazar al vuelo algo que hemos dicho una vez lo hemos dicho. Es que ni poniendo cara de bobo arreglamos la impertinencia). Estoy a favor de la eutanasia, del aborto y de que bajen los precios de los pisos. No los metros, los precios. Y de la amabilidad, de la cual soy devota, pero hay días en que una tiene que hacer un esfuerzo. ¿Acaso ser gilipollas y desagradable es más fácil que no serlo? No se podrá quejar Rotunda, casi le he sonreído. O me he reído de ella, vete a saber, allá yo y las mentirijillas que tranquilizan el espíritu. Y también estoy a favor del matrimonio entre homosexuales. Y de enmendar la RAE para incluir “mileurista”. 

 

Algunos minutos después, Rotunda se ha levantado (no sin esfuerzo), y ha dicho: “vale, pues me voy”. Como si no tuviéramos nada más que hablar cuando ¡casi no hemos hablado!, o como yo si le hubiera fallado, o como si ya no me estuviera amiga, o como si no le importara un comino… Se ha ido. Arrastrando los pies, tropezando con una silla, y hablando sola.

 

Uno habla solo por muchos motivos. Por echarnos en cara ideas que pensamos, pero no publicamos vía boca. Pero que están vivas, se mueven, y pellizcan.  

— ¿Y si…? ¿Y si…?

— ¿Desde cuándo eres tartamudo?

— Desde que dudo.

— ¿Qué te pasó la última vez que hablaste de carrerilla?

— Perdí el conocimiento.

 

 

Hay quien aprovecha su acogedora soledad para hablar en voz alta. El recriminarse algo es un momento divertido o cruel, según pese la que cae encima. Y, siempre, una buena manera para darse cuenta de que somos perfectamente conscientes de qué hay, qué pasó, y en qué momento de la historia pegamos el resbalón (aunque luego no sirva de nada porque la lista de resbalones suma cada día. Sin que nos demos cuenta, como lo hace el pelo… O sí: como lo hacen las canas). Como cuando te has chocado con una farola que no habías visto (“¿quién ha sido el iluminado que ha puesto esto aquí?”), y por suerte nadie ha sido testigo del momento. Nadie a excepción de ti. La más implacable de las risas rencorosas, las que todo lo apuntan. Deberíamos de tener un disco duro incrustado en la cabeza (más de un chino seguro que ya lo tiene), para poder así almacenar todo lo que vivimos dentro y fuera de ella. Todo.

Esa necesidad matadera de alguien que seguirá siendo un extraño por más que se acerque a nuestra campanilla o comparta con nosotros el baño. Un desconocido a quien esperamos tener cerca cuando, después de tanto correr, paremos un momento a coger aire... y esté ahí, con la botella de agua fresquita en la mano. El mismo que deberá entender nuestras ofuscaciones en el trabajo, en la cama, en la cola de la carnicería o delante del televisor. Y esté dispuesto a curarnos. Un desconocido que maneja nuestro mundo de luz y de color, y que tiene el poder de convertirlo en una sombra. Matadera necesidad que, fíjate tú, nos hace sentir vivos. Sin importarnos el riesgo de malversación de emociones.  

Girona, 1 de diciembre de 2007

Higiene íntima (y II) - Transart 2007

Higiene íntima (y II) - Transart 2007

Proyecto la película del día en la pantalla del espejo, a la espera de su bendición. Sólo mi triunfo le cerrará la boca a la cosa más subjetiva de mi mundo. Pues tampoco estoy tan mal, me digo aguantando la respiración. ¿Eso de ahí es un grano? Mientras unos y otras buscan arrugas a quienes insultar, yo sigo contando lunares.

  

 ***

  

Por más que insista, no puedo expulsarlo de mí. No cuando yo quiero. Y, a menudo, guárdame el secreto, me gusta. Erótica de lo escatológico. Mierda, no hay papel. Lo amontonaré en mi memoria.  

 

 ***

 

En la bañera, uno puede dejar de pensar. Y sonreír (quizás llorar sin tener que disimular) en un momento en que no sólo la pastilla de jabón nos resbala. Agarrados a la esponja, recorremos nuestros caminos saludando con los dedos a viejos conocidos. Amarse no puede tener contraindicaciones.

 

 

 

 

 31 agosto 2007, Girona (y Londres)

 

Higiene íntima - Transart 2007

Higiene íntima - Transart 2007

¿POR QUÉ CUANDO TE HE DICHO QUE IBA A ESCRIBIR SOBRE EL CUARTO DE BAÑO tú te has puesto a reír, y ella ha puesto cara de preocupación? Escribir sobre algo que se esconde tras un pestillo no es tan extraño o ridículo. La mayoría de cosas que realmente pensamos esperan con el culo dormido y frío a que nos decidamos de una vez a abrir la puerta. Esperan ser dichas. O al menos que les digamos que no van a serlo, así se dejarán de esperanzas engordadoras de sueños que acabarán explotándoles en la cara. “Soy tu pesadilla, ¿te importaría dejar de sudar? Se me están calando los huesos.”

 

Cuarto de baño, lugar donde uno se encuentra o se esconde, donde caben los llantos que dan hipo, los roces que necesitamos darnos y escuchar, los próximos cambios de nuestras vidas, los rollos de mentiras, el champú con todos sus idiomas y las cajas de pastillas que sobornan ojos o que prometen hacer olvidar penas. El maquillaje insistente en tapar boquetes, el vaho (y todas las paredes abiertas a la inspiración cursi) y el valeroso pis.

 

La zona más neutral del resto de tu casa, que toma vida en cuanto cierras la puerta tras de ti y te sientes seguro. Ya puedes desnudarte. O empezar a disfrazarte. Dime la verdad o déjate crecer la nariz. Y no olvides tirar de la cadena y lavarte las manos, después de maldecir a alguien, porque no te quiere, o porque olvidó cortar el papel por los puntitos… ¿Quién no quiere a quién?

 

La bañera. Me quito todo lo que me sobra y sólo me lleno de aire y me tapo con agua. El aire lo iré soltando poco a poco, hasta que sienta que me falta un segundo para dejar de respirar. Puede parecer estúpido, pero uno tiene la sensación de que está haciendo algo casi místico. Mis dedos arrugados serán los que me marquen la hora, algo que no me importa, como tampoco lo hará el que me entre agua en los oídos al sumergirme, o que el jabón no dé la espuma deseada por mucho que insista en patalear hasta que me dé un calambre, o que no haya logrado jamás disfrutar haciendo el amor después de que la última vez que lo intentase casi le rompiera la mandíbula a mi acompañante. Sin olvidar que a día de hoy no exista nadie que haya podido fumarse, enterito, un cigarro.

 

Tu momento bañera. Un momento lleno de glamour, con todas las burbujitas que te sugiere esa palabra. El momento del llanto compartido, como lo describió el genio de ideas rotundas y que ha decidido quitarse el albornoz. En el tiempo que tardan en desempañarse las baldosas, y se borren las letras de un nombre, dejará de estar entusiasmado en sumar razones para estar triste cuando, verdaderamente, lo fascinante es sumar razones para todo lo contrario. Estreñidos o sueltos. Lo más limpios posible, tras la necesaria higiene íntima, y sin miedo alguno a ensuciarnos, pronto, de nuevo.

 

El espejo. Es un traidor, porque prometió guardar mis secretos, los mismos que a las pocas o a las muchas horas acabará publicando en mi cara mientras me enjuago la boca. 

 

— Hablas demasiado.

— A mí no me engañas.

— Siempre tienes que decir la última palabra.

— Soy la última palabra.

— Voy a partirte la cara.

— Siete años de mala suerte.

 

Sin un ápice de vergüenza, te mostrará la belleza, la fealdad. Y el tiempo. Allá tú y tus ánimos guerreros o derrotados. Y la lucha. Un tipo que siempre va despeinado y que ha reinventado cómo abrocharse las camisas me dijo una vez: “la indiferencia mata”.

 

Ya, a mí también me resulta sospechoso dejar para el final el tema taza agujereada o váter. ¿Estaré yo también contagiada de pudor? Puede ser, con tanto bicho suelto… A veces, sólo nosotros somos capaces de apreciar como no se merecen nuestros propios efluvios, sólo porque son nuestros. A veces, nos es imposible retener algo que tiene más prisa por salir de nuestra vida que nosotros audacia porque todo tenga lugar en su momento y espacio oportuno. A veces, por más que insistamos, nos resulta difícil desprendernos de algo que no nos hace felices. A veces, debiéramos aceptar que, lo que sobra, debe salir. 

 

Girona, principios de agosto 2007

Maldita ranura

Maldita ranura

HE VISTO CÓMO BUSCAN. He visto cómo miran, mordiéndose los labios a menudo, a la espera de haber acertado cuando den contigo. Mínimamente. No necesitan más. Te encontrarán, no me preguntes cómo y, una vez ocurra, ya no podrás despegarte de ellos. No te dejarán, tampoco sabrías cómo demonios hacerlo. Y, te parecerá sorprendente, tampoco querrás hacerlo.

 

Capturado.

 

Te dejarás envolver por ellos, y serás absorbido por sus vidas. Lentamente. De manera implacable. Hasta que formen un uno con tu vida. Y ya nada volverá a ser como antes, y no tararees, esto no es el título de ninguna canción. Ya nada volverá a ser exclusivamente tuyo, personal, intransferible. Íntimo. Te contarán, y tú escucharás, porque son tus amigos o porque sólo quisiste ser amable con un desconocido. Y entonces no habrá vuelta a atrás. A partir de ese momento, su vida se meterá contigo en la cama, y protagonizará más de uno de tus sueños.

 

Conocerás a otros como tú. Quizás durante una conversación nimia. Y compartiréis, con extraño orgullo, la misma sensación: la constante necesidad de responder a las preguntas de otras vidas. Con respuestas exigidas, disfrazadas de consejos, que no tendrán nada que ver con vuestras angustias. Buenos guiones que curen gritos en cualquier momento.

 

Y un día te darás cuenta de que desconfías de los silencios, esos que antes endulzaban tu cotidianeidad, porque sabes que algo, que pronto conocerás, está pasando. Y tendrás que pensar, rápido. Dar respuestas. Y no se te perdonará que un día no quieras escribir guiones, no se te perdonará porque todo lo demás será menos importante.

 

Serás consciente de que lo que escribas será bueno para las otras vidas, nunca para ti. Te lo dijeron el primer día. Aquella reacción tuya, descaradamente incrédula, hoy te abofetea en la cara. Tenían razón. No sirve para ti. Nada de lo que sepas escribir, con la certeza del que sabe la verdad, servirá para ser tú más feliz. Maldita ranura que estará ahí, y que se irá tragando tus deseos. Para que no pierdas el tiempo, pensando en ti. ¿Otra vez tarareando? Las canciones son mensajes cifrados pidiendo auxilio, ¿quieres más gritos? No vuelvas a hacerlo.

 

Hasta el día en que ya no te mortifique.

 

Escribir para otros vidas mejores es un trabajo como cualquier otro. Apreciarás tus nuevas aficiones: guardar grandes, qué digo grandes, asombrosos secretos, desenmascarar el significado de reacciones o de silencios, razonar, y convencer. Aprender, para llenar barriles de respuestas, para ampliar el campo de los aciertos.

 

Tu libro de cabecera, las vidas que crucen por tu camino. Y, si realmente eres bueno, un día te encontrarás casualmente con el dolor, ése al que todos temen, pero tú no tendrás miedo. Sí, es curioso, pasará de largo, sin inmutarle tu presencia, porque no es a ti a quien busca. Entonces sonreirás, como un estúpido, con la tranquilidad del que no siente nada. “Qué suerte la mía”, pensarás, y seguirás escribiendo.