Matadera
LIBRETA EN MANO, GANAS, Y SIN RASTRO DEL MIEDO. Cerca mía, suena una música que colabora en mi empeño. Pelín más lejos, una rotunda señora habla sola. Tiene razón, sin duda. Me ha pedido un café largo a gritos nada más entrar por la puerta, y un “con dos sacarinas” que ha logrado despeinarme. No, ahí me he pasado: cuando ella llegó, el despeinado estaba ahí.
Me ha preguntado cuánto vale el café mientras yo servía un zumo de naranja natural a un chico recién exprimido y con cara de asustado. Que si cinco céntimos arriba o abajo, que si tenía suficiente o no. A la espera de mi pobre respuesta, sobaba las monedas. Tres monedas también asustadas. “Son todas mías, haga el favor de dejar de manosearlas. Y no, nunca tenemos suficiente”, he pensado. “El café cuesta uno con diez”, he dicho, alto y claro (de hecho, quizá demasiado alto y claro. Vaya, es una lástima que no podamos cazar al vuelo algo que hemos dicho una vez lo hemos dicho. Es que ni poniendo cara de bobo arreglamos la impertinencia). Estoy a favor de la eutanasia, del aborto y de que bajen los precios de los pisos. No los metros, los precios. Y de la amabilidad, de la cual soy devota, pero hay días en que una tiene que hacer un esfuerzo. ¿Acaso ser gilipollas y desagradable es más fácil que no serlo? No se podrá quejar Rotunda, casi le he sonreído. O me he reído de ella, vete a saber, allá yo y las mentirijillas que tranquilizan el espíritu. Y también estoy a favor del matrimonio entre homosexuales. Y de enmendar la RAE para incluir “mileurista”.
Algunos minutos después, Rotunda se ha levantado (no sin esfuerzo), y ha dicho: “vale, pues me voy”. Como si no tuviéramos nada más que hablar cuando ¡casi no hemos hablado!, o como yo si le hubiera fallado, o como si ya no me estuviera amiga, o como si no le importara un comino… Se ha ido. Arrastrando los pies, tropezando con una silla, y hablando sola.
Uno habla solo por muchos motivos. Por echarnos en cara ideas que pensamos, pero no publicamos vía boca. Pero que están vivas, se mueven, y pellizcan.
— ¿Y si…? ¿Y si…? — ¿Desde cuándo eres tartamudo? — Desde que dudo. — ¿Qué te pasó la última vez que hablaste de carrerilla? — Perdí el conocimiento.
Hay quien aprovecha su acogedora soledad para hablar en voz alta. El recriminarse algo es un momento divertido o cruel, según pese la que cae encima. Y, siempre, una buena manera para darse cuenta de que somos perfectamente conscientes de qué hay, qué pasó, y en qué momento de la historia pegamos el resbalón (aunque luego no sirva de nada porque la lista de resbalones suma cada día. Sin que nos demos cuenta, como lo hace el pelo… O sí: como lo hacen las canas). Como cuando te has chocado con una farola que no habías visto (“¿quién ha sido el iluminado que ha puesto esto aquí?”), y por suerte nadie ha sido testigo del momento. Nadie a excepción de ti. La más implacable de las risas rencorosas, las que todo lo apuntan. Deberíamos de tener un disco duro incrustado en la cabeza (más de un chino seguro que ya lo tiene), para poder así almacenar todo lo que vivimos dentro y fuera de ella. Todo.
Esa necesidad matadera de alguien que seguirá siendo un extraño por más que se acerque a nuestra campanilla o comparta con nosotros el baño. Un desconocido a quien esperamos tener cerca cuando, después de tanto correr, paremos un momento a coger aire... y esté ahí, con la botella de agua fresquita en la mano. El mismo que deberá entender nuestras ofuscaciones en el trabajo, en la cama, en la cola de la carnicería o delante del televisor. Y esté dispuesto a curarnos. Un desconocido que maneja nuestro mundo de luz y de color, y que tiene el poder de convertirlo en una sombra. Matadera necesidad que, fíjate tú, nos hace sentir vivos. Sin importarnos el riesgo de malversación de emociones.
Girona, 1 de diciembre de 2007
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