La pesadilla
ME HA VENIDO A LA MEMORIA UN DÍA DESPUÉS de que me dijeran en suramericano amable que mi aura era muy bonita. “Que te lo crees tú, para mí que yo ya no soy tan buena.”
Hace días que no le veo. Miento: hace meses. Antes, venía cada día. Luego, menos. Me he dado cuenta hoy, ahora, acabadita de despertar de una siesta exagerada. Cuando uno no sabe bien cuánto tiempo ha pasado pero sabe que no hace un año dice “hace meses”. No dice “hace mucho” porque tampoco hace tanto, y el mucho se ve muy lejos, y muy pequeñito.
Y ya hace meses, también, que no le escuchaba. Ya no me apetecía darle un tiempo mío que él cogía con ganas, igual que quemaba los cigarros negros. Con ganas. Yo sabía que venía a verme a mí. Y como lo sabía, acabé despreciándolo, supongo. Uno supone cuando no quiere pecar de pedante, pero cuando supone es que está seguro y no sé si es peor pretender ir de modesto. En mi caso, acabé despreciándole cuando noté que no venía a escucharme a mí, sólo a hablar conmigo.
Me pregunto si estará bien. Si habrá soportado estos días cansinos de tanto amor, tanta comunicación, tantos buenos deseos lanzados que, tras bordear su cogote mojado, acabaron pasando de largo. Me pregunto también si habrá recibido el petit four que impediría que lo mandara, literalmente, todo a la mierda. Para mi descanso, una de las últimas veces vi que se había cortado el pelo, que andaba algo más aseado. Me parece (creo que me estoy engañando, porque no estoy segura de haberlo dicho) que piropeé su nuevo peinado.
Hoy me he despertado a las dos y media de la madrugada, gracias a una pesadilla. Hacía meses que no me pasaba, porque mi sueño se ha convertido en algo preciado. Caro. Aunque no dudo en pagar lo que sea por tenerlo a mi lado. Pero hoy no sé qué ha fallado. La secuencia ha ido así: cine de gángsters, repetido y lleno de tiros y de orgullo y de ansia y de ego y de palomitas. Saladas, al menos. Y yo preguntándome porqué todavía pierdo mi tiempo así. Cena rápida en el sitio más concurrido de la ciudad y a la vez el más sucio, como Harry, como algunos secretos bañados en chocolate negro. Uno o diez cigarros y, tras abrazo de despedida con lo mejor de la velada, la compañía, paso rápido hasta llegar a mi escondite. Ya a salvo, y notablemente empijamada, oración por un sueño.
De repente... o pelín más tarde, la pesadilla, que la muy chulita se había metido por mis orejas (la boca la tenía cerrada y la nariz tapada), me ha mordido los ojos. ¿Perdón? ¿Acabo de atropellar a mi padre con un coche que no tengo y lo he hecho con premeditación y alevosía y algún adjetivo más de esos? ¿Y no sólo una, sino muchas veces? Y todas las veces, él insistía en levantarse, cada vez con menos cara de parecerse a mi padre y más al gángster más malo de la película.
— ¿Es que no tienes claro qué pasa? Soy yo, papá, tu hija. Te estoy matando.
Con lo que quiero yo a mi padre. Pues toma pesadilla. Pocos segundos más tarde, justo después de que bebiera agua embotellada y me quitara todo lo quitable menos el susto, he oído un fuerte golpe, como si un coche acabara de atropellar a un árbol. Al salir a la terraza, no sin antes ponerme las gafas mágicas, torpe, descalza y tras chutar mi despeinada aloe vera, he visto que un coche acababa de atropellar a un árbol. Justo debajo de mi balcón, desde donde casi todo lo veo. Y lo que no, me lo imagino. Que es lo mismo. Cualquier cosa, por un sueño.
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