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Menka (cap. I)

Menka (cap. I)

EL DÍA QUE A CARME LE CAMBIÓ LA VIDA empezó como cualquier otro. Se levantó sin necesidad de oír sonar el despertador, se puso el batín celeste y lleno de bolitas y se fue directa al baño. Orinó, como lo hacen las vacas, que parece que tengan mucha prisa o mucho pis. Aunque, antes, refunfuñó “qué fría es la porcelana, madre”. Luego sonrió. Siempre que hacía pis sonreía. Aunque eso sólo lo sabían ella y las baldosas verde pistacho que le quedaban justo en frente. “¡Ay, si las baldosas hablaran!”

 

Nunca se duchaba por la mañana, prefería hacerlo bien entrada la tarde. Se lavó los dientes, después la cara. Usaba el jabón de toda la vida, porque le dejaba el rostro brillante aunque un poco acartonado. Mientras se ponía la crema antiarrugas, ésa que los días de más calor le dejaba pringosa la frente pero que tan bien olía, se miraba de reojo en el espejo. Nunca le había gustado demasiado su nariz, y con los años todavía menos. “Ahí sigue la muy perra, cada día más grande.”

 

Se tomó una taza de leche con unas gotas de café y tres cucharadas de azúcar y una tostada con aceite mientras escuchaba las noticias en la tele. “Uno empieza el día de mala gana, cuando busca la realidad”, pensaba. Pero no cambiaba el canal, porque acababan de decir que por fin habían encontrado el cuerpo sin vida de la pequeña Sabrina, entre unos matorrales, e iban a ofrecer en directo las primeras declaraciones de la familia. Había un detenido, el primo hermano de la cría, soltero, de treinta y ocho años. Luego sí. Cuando la madre de la niña parecía que ya había acabado de responder a las preguntas de unos micros que parecían hienas. Más que nada porque la mujer se había desmayado. “¿Has grabado eso?”. Luego sí se sentía como si ella tuviera algo de culpa, “¿qué necesidad tengo de ver esto?”. Pero no antes.

 

Realidad apestosa aparte, el día que a Carme le cambió la vida bajó por el enclenque ascensor de su edificio a las 8.30 AM. A esa hora solía coincidir con los jovencitos del octavo, esos chicos tan majos pero que no se peinaban ni que les obligaran. Así fue también ese día. Con dos únicas diferencias: no dejaron de reír desde que Carmen dijo “buenos días”, en el sexto, hasta que Carme dijo “adiós”, ya en la planta baja. Por primera vez, salieron antes que ella. De hecho tuvo que esperar a que, entre empujones y cachondeo, se decidieran “de una puñetera vez a salir, que vale ya con tanta bromita”. Tal desbarajuste agotó el tiempo que tarda el ascensor en cerrar de nuevo sus puertas, en el momento exacto en que la mujer ponía de lleno su cara encremada con la actitud de hacer lo propio. El bolso se le cayó al suelo, del porrazo, como también lo hizo su culo. Su perra nariz, rabiando, aguantó el golpe. Porque “que tú no me quieras no significa que yo no sea buena”.    

 

Tardó en reaccionar varios segundos. Acto seguido, todavía aturdida, procedió a reconocerse. El trasero, sólo ligeramente dolorido, gracias al acolchado modelo galletitas y demás bollería de la merendola diaria. El momento delicado, intentar hacer las paces con su nariz previo torpe toqueteo. “Esto no va a ser fácil.” Como cuando intuyes que no eres bien recibido, o no tienes ni idea de cómo acercarte a alguien a quien no has tocado nunca porque “ni falta que me ha hecho”.

 

“Hay qué ver la de tonterías que lleva una en el bolso”. Y cómo no, alguna que otra sorpresa: vivan las sorpresas aunque nos sirvan para cerciorarnos de que estábamos equivocados. “¡Míralo! El dedal de plata de la prima Rafi, con la de veces que me lo pidió y que yo le perjuré que ya se lo había dado… porque mira que llega a ser pesada, aunque sea mi prima… la pobre. ¿Y eso? ¿Eso estaba en mi bolso?”

 

“Eso” era un cigarrillo raro, más fino y mal hecho, no de los que venden en las máquinas de tabaco, que esos salen todos iguales y metidos en su cajita bien puestos… “¡Eso es droga!”. La primera reacción, tirarlo: “¡Fuera, fuera!”, contra el espejo. Lo siguiente fue ver cómo rebotaba y se colaba en un santiamén en el bolso. Como se tira un niño sin miedo a la piscina: con muchas ganas y como si sólo pudiera hacerlo una vez.

 

Ante lo visto y extrañamente excitada, Carme, de manera excepcional, se miró en el espejo, buscando respuestas: “¿tú has visto lo mismo que yo?”. De frente, por cierto, su nariz no era tan grande. “Muy bien, esa cosita se viene conmigo”. Y así fue. A la de tres, se levantó, se atusó el pelo y salió del ascensor. Era martes y en el mercado ya debían estar más que puestas las paradas.   

 

 Girona, 18 de junio de 2009

Cómo se come

Cómo se come

PARA DELIA, EL DÍA ACABABA mucho más tarde que para los demás. Compaginaba los estudios con el trabajo, así que le tocaba ir a la oficina por la noche a recuperar horas. Ya de madrugada, volvía a paso rápido a casa. No quedaba demasiado lejos, pero no se entretenía, como gustaba hacer cuando recorría la ciudad. Así que sólo descubría el final intocable de los edificios cuando todavía había claridad.

 

Aquel día había llovido mucho. Los truenos, relámpagos y demás literatura romántica la habían pillado tecleando listados de altas y bajas en el ordenador. Mientras éste echaba humo, ella pensaba en lo que no tenía tiempo de hacer y más deseaba. Dormir hasta aburrirse, ver muchas películas, mirar por la ventana, cerrar los ojos y encontrar un final para su último relato. Quitarse el sujetador y tener exactamente la misma cantidad de pecho, atreverse a tocar la más bonita panza embarazada, decir lo que pensaba de verdad y partirse de risa, insultar a alguien a grito pelao, besar su boca caótica, cambiar de cerebro... Las 02.43 horas. “Mierda, ¡qué tarde es!”

 

Después de haberse fumado todos los cigarros que le cabían en cinco horas, le empezaba a doler la cabeza. A su izquierda, un montón de papeles con dientes amarillos le recordaron que no había terminado aún. Sin embargo, guardó su última línea y apartó la vista del ordenador. Ordenó la mesa, embutió enseres varios en su bolsa, bebió agua, apagó las luces y salió del despacho.

 

Chispeaba. Empezó a caminar calle abajo. Ni un alma. Ni los de la basura, ni una pareja metiéndose mano en un banco del parque, ni un gato flaco debajo de un coche. Ni un borracho, un guiri despistado o un sonámbulo. Lo normal de un domingo gironí.

 

Hora de llegada: 02.54 horas. A escasos metros de su destino, observó luz en el portal. Porque la puerta que separa su casa de la calle es mitad madera mitad cristal. La mitad de todo se ve. Hasta la luz. Las sombras.

 

Delia no se caracterizaba por ser una obsesionada de nada en particular a excepción de lo que no se podía contar, y no tenía más que una incipiente jaqueca cuando vio la luz encendida. Segundos después, cambiaría de opinión. Una cara, unida a un cuerpo que no era amigo y que nunca hablaba con nadie, se balanceaba tras la puerta. Mirando hacia el enorme espejo que da la bienvenida tras la casapuerta. O que te recuerda quién eres. O te pregunta quién eres. “Vivan los sinvergüenzas que no temen preguntar”, posiblemente hubiera exclamado si no le pesara tanto el cansancio.

 

El bloque de pisos es viejo. El tiempo que tarda el ascensor modelo Psicosis en llegar, tras accionar el botón correspondiente, excesivo. El ático, planta donde vive Delia, obviamente excelso. El susto que se pega la chica ante la figura tambaleante también es eminente. Entonces, tiene miedo.

 

Ya no se acordaba del miedo. Antes de que hable, Delia le tapa la boca. “No, no me ha hecho nada. Ni siquiera se inmuta cuando alguien pasa por su lado. Pero no parece de este mundo, aunque este mundo esté lleno de locos.” 

 

¿Cómo se come el miedo? Hincándole el cuchillo primero. 

 

A la mañana siguiente, los chillidos de su compañera de piso la despertaron. Resulta curioso que, en un bloque donde viven como mínimo trece personas, la primera que tenga la necesidad de salir de él sea Ana. Ana, en chándal, dispuesta para ir al gimnasio. Ana y sus gritos, Ana y su boca desencajada, Ana y sus manos heladas, Ana y su ojos perdidos.

 

Uno piensa que es incapaz de hacer algo, pero es mentira. Delia no sabía que podía clavarle tres veces la llave de casa de su abuela en el cuello a alguien y pudo hacerlo. Alguien mucho más alto y corpulento que ella. Tampoco sabía que podía subir a su piso, toda llena de sangre, y darse una ducha. Secarse la melena porque no es bueno irse a dormir con el pelo mojado: hay riesgo de pillar un resfriado. Poner la ropa manchada en una bolsa de basura y guardarla debajo de la pica, en el lavadero. Enfundarse en el pijama limpio y meterse en la cama. Leer un rato sobre pedagogía y arte, porque le cuesta una barbaridad conciliar el sueño. Ella no lo sabía.

 

El corazón, que a punto estuvo de salirle por la boca, desistió tras un vaso de leche y varios cigarros. Sus manos dejaron de temblar en algo más de una hora. La mente, en blanco: “al menos ahora miénteme, por Dios”, fue lo último que dijo con sentido. Tras aquel domingo, Delia no volvió a tener miedo. Al menos, no de otros.  

Girona, 18 de abril de 2009

Haberlo sido

Haberlo sido

ELENA NO CONOCIÓ A LUIS hasta que no habló con él por segunda vez. De hecho, no se acordaba de que hubiera habido una segunda vez. Por aquella época, ella no salía sin haber bebido antes (un detalle que no era percibido por la mayoría de los interlocutores que apreciaban su compañía). Por este motivo, muchas conversaciones no pasaban al archivo de su historia. Tampoco solía hacer discriminación alguna por cuestión de sexo, edad, o posición social. Lo que es lo mismo, hablaba con todo Cristo.

 

En cambio, y para sorpresa de ella (bendito aquel que todavía logra sorprender) él sí que se acordaba, incluso de la trivialidad sobre la que discurrió la breve charla. Al día siguiente, mientras ésta desayunaba tostadas con mermelada casera, esa trivialidad hizo que el rostro del muchacho, cuya sonrisa no le cabía en la cara, se le presentara delante: “¿Y tú qué haces aquí?”

 

Sin embargo, Elena no se enamoraría de él por ello. Hacía tiempo que no se enamoraba por tan poco. Era muy consciente y en cierto modo estaba orgullosa. Había aprendido. Una interesante lección entre el variado suspenso emocional que tanto la aburría. De alguna manera, que no sabría explicar sin sonrojarse, se había vuelto recelosa de todo aquel que se acercaba, interesado, a ella. “Es una manera de defenderte”, le reprochaban sus amigos más osados. “Es una manera de avanzar”, resolvía para sí, mientras asentía divertida con la cabeza.

 

Durante gran parte de su vida, había considerado que el amor era una de las razones primeras de la existencia. Pero lo que un día defendió, más tarde le pesó. Y el amor  pasó a un segundo término en sus prioridades vitales. “¡A tomar viento!”. Ni mirando de reojillo a Elena —por si se desdecía a última hora de su inesperado giro ideal—, con más pena que gloria, allí que se fue el pobre. “Mejor dedicar esfuerzos a mejorar en aquello que se nos da bien, que quemar ilusiones con aquello que ni siquiera entendemos.” Así de feliz e ingenua vivía Elena, revolcada en su trabajo, hasta que se dio de bruces con una trivialidad: suficiente para desbaratar la más obcecada decisión.

 

Luis ya conocía a Elena la primera vez que habló con ella. Todos conocían a Elena. Él la miraba con el descaro del que no teme nada y sabe qué quiere. Cuánto tenía no le importaba ahora, porque le faltaba Elena. Hasta aquel día. Cuando ella llegó, como tantas otras veces, saludó a todos y besó a sus amigos. Al pasar por su lado, como no había hecho nunca, le sonrió y se detuvo a saludarle.

 

Sin embargo, Luis no se enamoraría de ella por eso. La quería antes de que Elena lo viera. De hecho, hacía tiempo que podría enamorarse de un alfiler, porque hacía años que debía estar enamorado de otra persona. Así, se podría decir que lo tenía todo, pero todo es nada cuando no se le da valor.

 

Hubo una tercera. Dos personas hablan porque así lo desean. Ni siquiera Elena quería engañarse negando tal obviedad. Además, tampoco le cabía “discriminación” en la cabeza. Con su jersey amarillo, ahí estaba Luis —exaltando los ánimos de los que siempre tienen algo que decir, porque no soportan ser invisibles— hablando con Elena, haciendo reír a Elena.

 

Después, hubo otra conversación, pero no hubo palabras. Le siguió un silencio eterno o etéreo, según estuviera de gorda la luna. Tras él, malentendidos y reproches, porque no todas las frases expresan lo que motivó que fueran dichas. Gritos y más silencio. Lo siguiente fue una partida de póquer entre el orgullo y sus amigos y el cabreo y los suyos. Cuando arreciaron los primeros recuerdos, y la necesidad de sumar nuevas letras a una historia sin líneas, llegaron nuevas sorpresas.

 

Hoy no están tan cerca, lo cierto es que hace tiempo que dejaron de verse. No importa. Lo bueno de estas historias es haberlo sido. Hay una línea imaginaria en el suelo que separa a las personas. Tiene el poder de parar los pies, de cerrar bocas y de borrar gestos. Se expresa humanamente mediante un prejuicio, un temor, una vergüenza, una timidez. Sólo cuando dos personas se encuentran, esa sabionda sucesión de puntos deja de joder. No es una tregua, es un triunfo.

 

Girona, marzo de 2009

Pestiños

Pestiños

— ATIENDE, LINARES. Te he mandado llamar a mi despacho porque necesito que hagas algo. Algo importante. Acércate. ¿Cuántos años hace que trabajas en la empresa?

— Dieciséis, señor Sierra.

— Eso son muchos años, ¿no te parece? Ya es hora de recompensar tu fidelidad para con nuestra empresa. Hablo de nuevas responsabilidades. Lo primero que quiero que hagas es lo siguiente: entrega estos documentos a Jesús. No te entretengas con nadie, ni llames la atención. Te esperaré aquí, estoy a punto de recibir una llamada.

— ¿Jesús?

— ¡No alces la voz! Sí, Jesús, el de la camisa de rayas y los cuatro pelos, está al final del pasillo.

— ¿Jesús?

— Por Dios, Linares, ¿qué no entendiste?

— Jesús nunca me saluda cuando nos cruzamos todas las mañanas en la recepción.

— Eso que te ahorras, Linares. (“¿será verdad que es tonto el tío?”, piensa). ¿Dónde ves el problema? No hables con él. Se lo das y punto, aprisa: están a punto de llamarme.

— ¡Ahora mismo! Se lo doy y punto. Gracias, señor Sierra, por confiar en mí. No voy a defraudarle. Atienda usted a su llamada, ya me encargo yo del resto. Déjeme decirle que para mí es un honor trabajar con usted. En equipo, con usted. Y con Jesús, aunque no me salude ni un solo día. ¿Usted cree que será de fiar? Fíjese que a mí me da que… (Suena el teléfono).

— ¡Linares!

— ¡La llamada importante!

— ¡Jesús!

— ¡Gracias!

 

 Linares empieza a andar, a paso rápido. El diálogo ha quedado cortado por la llamada y la situación le ha puesto nervioso. No puede fallar. Las oportunidades no llegan todos los días. De hecho, no llegan. Qué suerte la suya. Empieza a sudar. ¿No puede fallar? Acaba de recordar otro momento con la misma sensación: cuando su mujer le pilló mintiendo. No le habían robado la cartera con la paga extra unos rusos: se la había gastado en el casino con unas rusas. Suelta una carcajada áspera que llama la atención de los demás empleados. Todos le miran. De hecho, lo miran desde hace un rato, pero él no se ha dado cuenta. “Empezamos bien. Concéntrate, Linares”. No hay tiempo que perder. El pasillo no es demasiado largo y llega pronto cerca de la mesa de Jesús. Duda antes de dejar la carpeta sobre la mesa. A punto de decir algo, le asalta la frase de Sierra: “se lo das y punto”. Nota el sudor. “Y punto”, se repite varias veces. Hasta que oye: “¿qué te trae por aquí, compañero?”. El susto es tremendo. Lanza la carpeta. Primero golpea a Jesús en la sien, después aterriza sobre la mesa. “¡Me ha hablado!”, se dice para sí, fuera de sí. Se da la vuelta, “esto no entraba en los planes”. No tiene respuesta para eso, porque no debía haber preguntas. Empieza a andar. Le arden las orejas. El pasillo es más largo ahora: “esto lo he visto yo en una película”. Linares gesticula algo que no le da tiempo oír. Debe de ser el único, porque toda la oficina está pendiente de lo que pasa. A grandes zancadas, llega hasta el punto de partida.

 

Ahí sigue Sierra, pegado al teléfono, esperándolo con la mirada. El gesto y la calva irritados, las orejas ardiendo. Una seguro. “Mira que eres tonto, Linares”, reconoce Sierra, echando mano a su cartera. “¡Cincuenta! Son tuyos, Jesús”, grita, frunciendo el ceño. “Gracias”, se oye desde el fondo. Las risas de los demás empleados irrumpen la sala, pasillo incluido.

 

— ¡Vuelva a su puesto, Linares!, y no levante el culo hasta nueva orden.

 

“Nueva orden” significó las nueve de la noche. Después de un día tan duro, lo único que quería era llegar a casa. En el trabajo, no estaba acostumbrado a que le llamasen la atención. Bueno, ni en el trabajo ni en ningún sitio. Se sentía aturdido. No entendía de qué se reían todos. Había fallado, eso no era gracioso. No podía olvidar las orejas ardiendo. Las cuatro. Menuda faena le había hecho a Sierra. Valiente cretino que no aprovecha una oportunidad. Cabizbajo, se dirigió a su coche. Condujo casi por inercia, hubiera jurado que el trayecto (“sí, sí, como en aquella peli”) se le hacía más largo. Por fin llegó. Cuando se disponía a abrir la puerta, ¡alguien había cambiado el paño de la cerradura! Sus ojos se abrieron por encima de sus gafas y dieron la vuelta. “No entiendo nada, ¡ésta es mi casa!” No sabía qué estaba sucediendo. Volvía a sudar. Golpeó la puerta, con exigencia. Una y otra vez. Nadie respondió. Se retiró unos pasos hacia atrás, tropezando contra un jarrón de lata. Cogería carrerilla y rompería la puerta, si fuera necesario. Ésa era su casa y ésas eran las hortensias, los rosales y hasta la hierbabuena de su madre. La esterilla fucsia donde dormía Dado, el gato de su madre. Y el balancín blanco donde tomaba el té con sus vecinas… su madre. Esa señora con delantal y rodillo alzado que acababa de abrir la puerta y le amenazaba peligrosamente:

 

— ¿Se puede saber quién está armando tanto escándalo? Ricardo Linares Buzo, ¡casi me matas de un susto!

— ¡Mamá! Qué haces tú… aquí… ¡en tu casa!

— Pues qué voy a hacer… ¡pestiños! ¡Serás tonto, hijo!

 

Doblemente cabizbajo, Linares volvió a subirse a su coche. Ni siquiera el olor dulzón que rezumaba a través del paño de cocina lo consolaba. Le encantaban los pestiños. Sobre todo, morder las bolitas de colores con las que su madre los adornaba. Poco a poco, a medida que respiraba niñez, se fue reconciliando consigo mismo. Al fin, llegó a su verdadera casa. La emoción del momento le impidió ver algo: había un coche aparcado delante del porche. Risueño, se dirigió a la cocina tras colgar el abrigo azul marino en el armario. Cuidadosamente. Qué bueno le había salido aquel abrigo, se decía para sus adentros. Y qué buenos estarán estos pestiños, recién hechos. ¡Qué buena que es mi madre! Qué susto que le he…

 

— ¿Ricardo? ¿Eres tú?

"Reconocería esa voz entre un millón. Sofía. Mi reina." — ¡Sí, soy yo, ya estoy aquí, y he traído pestiños!

— Qué bieeen, cariiiño, que ya estés… eh… ¿Pestiños? ¡Ahora mismo bajo, vete… vete… ¡poniendo la mesa!

 

La voz de la mujer, en el piso de arriba, sonaba alterada. Deben de ser las alturas, se dijo, divertido por la ocurrencia, Ricardo Linares Buzo. No era muy dado a las ocurrencias, así que el detalle le llenó de satisfacción. Hinchado por el momento, se dispuso a preparar la mesa. La agitación en el piso de arriba cesó a los pocos minutos. En el exterior, un coche arrancó a toda velocidad. “Buen coche, sí señor, y mejor motor”, fueron sus palabras, mantel de tulipanes en mano. Su reina, finalmente, bajó las escaleras recogiéndose el pelo.

 

— Las servilletas amarillas, amor, están en el segundo cajón. Mira que eres despistado.

— Cómo me conoces… ¡Qué bonita estás esta noche, Sofía!

— Tú que me ves con buenos ojos, Linares.

— Mis ojos sólo tienen… ¿Linares? Es la primera vez que me llamas así.

— Qué boba soy, ni que fuera tu jefa…, anda, ven y dame un beso.

— Tienes las orejas calientes, Sofía.

— Y tú la nariz helada. ¿Y esos pestiños? ¡Puedo olerlos!

— Los he dejado encima de… Creí que no te gustaban.

— ¡A todo el mundo le gustan los pestiños, tonto!

 

Esa noche, Ricardo Linares Buzo no pegó ojo. A la mañana siguiente, como de costumbre, se levantó antes que su mujer. Salió con babuchas al jardín y recogió el diario. Como de costumbre, estaba mojado. Entró de nuevo en su casa y se preparó un café, cargado. Cargado porque no sabía preparar café: él siempre tomaba leche con cacao. Con cierto ardor de estómago, regresó al lecho conyugal. Buscó en el armario empotrado hasta que encontró una caja de zapatillas J’hayber. Dentro, dinero, canicas y un colgante de oro con la inscripción: “Ricardito”. Se vistió, sin prisas. Su mujer dormía a pierna suelta y depilada. De nuevo en el piso de abajo, entró en la cocina. Tras abrir el gas de los fogones, se dirigió hacia la puerta. Algo le hizo detener. Traje chaqueta, corbata, maletín. Y babuchas. Corrió precipitadamente para dejar las zapatillas modelo perrito Goofy, regalo de su tata Lola, debajo de la cama. Tras anudarse los zapatos a la primera, salió de la casa. Ya no volvería a entrar.

 

Habían pasado treinta y tres minutos y medio. Tiempo más que necesario para encontrar en el casete de Nino Bravo: “él no te quiere… y nunca te querrá lo mismo que te quise yo”. Del chalet granate, sólo había salido la mayor de las hijas del señor Sierra: “bonitas piernas, sí señor, aunque no puedo decir lo mismo de las caderas…” Una vuelta de cinta después, Sierra apareció por el portón, hecho un pincel. “Ahí estás…”, susurró, triunfal. Tras dos intentos, arrancó el coche. “Hoy es mi día de suerte.” Siguió al hombre unos metros, a la distancia que fijaban las señales de tráfico. Porque vale que estaba a punto de cometer un asesinato con premeditación, pero de ahí a saltarse las normas de la DGT había un trecho. Nunca mejor dicho. Siguió así hasta que vio cómo Sierra recibía y atendía una llamada de teléfono. “Vaya, ¡volvemos al principio!”, exclamó. Entonces, lo hizo: aceleró y rompió el pincel.

 

— Dios mío, ¡qué horror! ¿Es que no estaba pensando?, le chilló una señora de mediana edad y orejas rojas testigo del suceso.

— ¡Pues claro que estaba pensando! Yo no soy tonto. He aprovechado mi oportunidad.

 

 

Girona, 12-15 de diciembre de 2008

Sin el casi

Sin el casi

ESE DÍA, MARGA TENÍA CINCUENTA y dos años y estaba aprovechando que era casi feliz trabajando como profesora de primaria en la escuela privada del barrio de Las Canteras, escuela que para dicho día había organizado una salida al campo con motivo de la llegada del otoño. De carácter reservado, era rubia porque el tinte y su marido lo quisieron así; y llevaba gafas para ver de lejos porque el oculista y su dificultad para leer los rótulos de la carretera también lo quisieron así. Y se le caían, como también se le empezaban a caer las tetas que un día fueron la envidia de la imaginería popular y sus devotos del barrio obrero de la Malaje, donde vivía con su Paco desde que se casaran viente años atrás un 12 de abril.

 

Todos aquellos que las desearon ver o tocar sólo las soñaron, porque durante años Marga las guardó recelosamente y casi con vergüenza bajo camisas, jerseys, o abrigos. Pasaron sus días de esplendor ocultas a los ojos de los demás, por expreso deseo de Paco. “Una pena la vida de esas dos tetas”, se comentaba en las tascas del barrio. “Que no me entere yo de que pasen hambre”, proclamaba un desatado Paco buceando entre las sábanas del lecho conyugal los viernes por la noche, mientras Marga sacaba pecho y pensaba “la frasecita no tiene desperdicio”. A la vez que intentaba, no sin esfuerzo, no perder la concentración, repitiéndose una y otra vez lo que su abuela por parte de padre le decía siempre: “en la vida es casi imposible ser feliz, así que cuando estés cerca… aprovecha para serlo”.

 

La felicidad o aquello que nos hace pensar que estamos muy cerca de ella dura lo que un roce, más bien poco. “O lo justo”, se consolaba Marga, acostumbrada a no pedir demasiado. Paco murió el miércoles que no se levantó a las ocho de la mañana para ir a su trabajo de auxiliar administrativo en una pequeña gestoría ubicada a siete minutos a pie de su piso. 

 

Para Marga, murió algunas horas más tarde, cuando por fin la localizó el señor Sierra para comunicarle que Paco no había ido a trabajar esa mañana calurosa del mes de septiembre, justo cuando les acababa de explicar a sus veintitres alumnos de pequeñas narices llenas de mocos que las hojas de los árboles bailaban contentas porque por fin había llegado el otoño. Concretamente, murió segundos después de abrir la puerta de su piso en la tercera planta, puerta E, del bloque marrón que está más cerca del río, a las nueve y treinta y tres. Cuando, tras llamarlo por su nombre como no podía ser de otra forma, no contestó en seguida como hacía siempre y como lo hacía todo: en seguida.

 

Porque eso sí que lo tenía Paco: podía ser muy celoso, pegajoso y no callar ni debajo del agua (el pobre no tenía nada de vista). Pero no había que repetirle las cosas. Y no sólo porque estuviera perfectamente bien del oído, sino porque le gustaba hacer las cosas a la primera, para que Marga estuviera contenta y orgullosa de él siempre. “Soy un tío eficaz”, solía decir Paco, con una sonrisa antimanchas incrustada en la cara. A todo eso, las vecinas del bloque constataban envidiosas lo apañao que era Paco con las cosas de la casa y los vecinos del bloque se resignaban mosqueados porque el tío era un calzonazos.

 

Los puntitos de luz que parecían agujeros de bala de las persianas acabaron por confirmar lo que Marga ya intuía y estaba a punto de ver por primera y última vez. Sólo le bastó entreabrir la puerta para cerciorarse de que algo no iba bien. No se equivocaba: Paco, en la cama, ¡destapado!

 

La cosa no podía presagiar nada bueno. Ni siquiera las noches de más bochorno olvidaba taparse hasta el cuello, para salvaguardarse de las corrientes de aire o de los mosquitos; o de los cacos o del coco. “Tapaditos no nos van a encontrar”, le respondía siempre que ella se burlaba de aquella manía que asumía sin demasiada ilusión. En aquel momento, Marga tuvo la morbosa sensación de que su marido lo sabía: aquella noche el coco vendría a buscarle. Acto seguido, tuvo otra sensación, esta vez de un romanticismo inusual en ella: “el pobre no opuso resistencia, para que se lo llevaran a él pero me dejaran en paz a mí”. Posteriormente, la mujer incrustó una sonrisa de orgullo en su rostro y  permaneció así el tiempo que tardaron los puntitos de luz de las persianas que parecían agujeros de bala en desaparecer. Jamás confesaría a nadie la existencia de ambas sensaciones.

 

Los meses siguientes a aquella mañana calurosa de septiembre pasaron sin hacer mucho ruido ante el piso de Marga. La familia y amigos que usaron las tardes de esos meses para conocer los avances y retrocesos en la recuperación anímica de Marga constataron dos cosas: la primera, que Paco estaba muerto, porque no había rastro de él en ninguna parte del piso; y la segunda, que les costaba creer que ese hombre hubiese existido alguna vez, porque en ninguna parte del piso habían observado el más mínimo indicio de que dicho hombre hubiese vivido allí durante veinte años. Algo, esto segundo, que hubieran echado por tierra los componentes de la brigada de limpieza del barrio de la Sesilla y el camión de la basura en el caso de que los camiones hablaran. (Algo, esto segundo, que es una suerte porque, no sabemos si a todos, pero a éste seguro que le olería la boca a demonios.)

 

Los efectos personales de Paco, convertidos ahora en recuerdos de un tiempo agotado, fueron trasladados vía bolsa de plástico o caja de cartón hacia el mismo sitio: un verde y vago contáiner que no se abría más que un poco. Un poco que no solía ser suficiente para meter todo lo que Marga hubiese querido tirar de una vez. Porque, sin casi darse cuenta o deseándolo con todas sus fuerzas, su principal objetivo, necesidad u obsesión desde que se despidiera del que fue la alegría de sus tetas durante tantos años había sido deshacerse de todo lo que llevara su nombre o su olor. Así que necesitó valerse de algunos meses para rellenar el contáiner de lo que fue Paco.

 

Ante la pregunta, efectuada el 18 de julio del año siguiente al fallecimiento de Paco, de porqué borró toda prueba incriminatoria de una vida conjunta con el que fue su marido, Marga, con una nueva imagen en la que destacaba la ausencia de sus habituales gafas, el cabello ligeramente oscurecido y recogido en una juvenil cola, y ataviada con un vistoso vestido de tonos malvas que dejaba parte de sus hombros al descubierto, contestó: “Durante años, Paco fue el hombre de mi vida. Le quería, por eso tuve que olvidarlo en seguida, desde el primer día en que faltó. Casi lo he conseguido”. Tras pronunciar estas palabras, dibujó una sonrisa en su rostro.

 

Girona, septiembre de 2008

 

 

 

De vuelta (frag.)

De vuelta (frag.)

ODIO EL FRÍO. El frío sirve para huir de él. Para acurrucarse en casa bajo el edredón, como un bebé que sólo quiere dormir hasta que le despierte el hambre. O para jugar durante horas, con la luz apagada, y acabar encontrando la mejor almohada. Para tomar café en buena compañía, sin azúcar, pero con un sobrecito risas morenas. Para que dragones de pacotilla hagan carreras a ver quién llega antes al final de la calle.

 

(Fragmento monólogo Sara, D.V.).

 

 

 

 

La hora del Martini

La hora del Martini

ME SUDAN LAS MANOS. Seguro que no sale bien, seguro que no. Llego con tiempo, quedan siete minutos para las ocho. Cómo me pueden sudar tanto las manos. ¿Qué hago cuándo lo vea? ¿Notará que estoy hecha un flan? Qué horror. Ostras, cuánta gente, allí hay una mesa. ¿Me verá cuando llegue? Tendré que estar pendiente, no se vaya a pensar que no estoy o que… “Una tónica, por favor. Sí, sí, con mucho hielo. Gracias.”

 

¿Se puede fumar aquí? Claro que sí, mira que es grande el cenicero. ¿He cogido dinero? Siete, ocho, ocho con cuarenta. Tengo suficiente. ¿Le dejo pagar? No, que cada uno pague lo suyo. O pago yo…, soy una chica independiente… ¿Y eso qué tiene que ver…? Da igual, ocho con cuarenta, juraría que tenía un billete de veinte… Debe de estar por aquí…, tengo que descambiar los zapatos que se me va a pasar la fecha del ticket… Ah, claro… ¡Cómo va a estar, si me lo gasté antes en el súper!

 

Cuatro minutos para las ocho. No te impacientes, Rita, todavía no es la hora. ¿Dónde habré puesto el brillo de labios? Con lo hippie que es a lo mejor no le gusta… Mejor no me lo pongo. Y porqué no, no voy a empezar cambiando, estaría bueno… Me lo pongo y ya está. ¡Vaya, me he manchado el pantalón!…, juraría que tenía un kleenex… ¡Ahora no me puedo levantar!… La tónica es como la gaseosa, ¿no? No hay nada más inútil que las servilletitas de los bares… Uf, ya está… Con los calores que tengo, esto se me seca en un visto y no visto.

 

Total, ¡sólo hemos quedado para tomar algo! Y quedó bien clarito, ninguno de los dos está preparado para nada serio. Amigos. Y de día. Sin alcohol o demás substancias que nos quiten la vergüenza y los prejuicios y acabemos besándonos y soltando las frases más absurdas, y algunos secretos que serán repudiados al día siguiente. Tímidos, buscando y evitando el primer roce, mirándonos las manos. Casi mejor haberme pedido un Martini. A las ocho una ya puede tomarse un Martini, ¿no?

 

¿Y de qué hablamos? Estoy yo para pensar en eso. Pues de cualquier cosa, mujer, ya saldrán temas, eso no debe preocuparte. Joder, no me queda una maldita uña. De cine, o de ese local nuevo que han abierto en el centro. O de cómo le va el trabajo, creo que dijo que empezaba a estar harto de su trabajo. O de si ya se ha dado cuenta de que soy la mujer de su vida, y que no pienso esperarlo toda la mía.

 

Y no se te ocurra hacerme daño, que yo ya no creía en el amor hasta que me di cuenta de que me moría de ganas de que tú me quisieras. Cuando me abrazaste medio dormido y algo torpe en mi cama, la misma mañana en que pude cerrar los ojos y no pensar en nada. Y que no se te olvide hacerme reír y hablarme de cosas que no sé mientras te escucho y asiento porque te admiraré como una boba.

 

“Tráeme otro Martini, guapo, y llévate lo que está vacío, van a pensar que... y yo soy muy digna.” Las ocho y cincuenta y dos. ¿Se podrá pagar con tarjeta? No veo ningún cacharro de esos… La boba, un palillo, y una aceituna. Sólo falta el capullo. Quizá no se ha dado cuenta. ¿Tendré suficiente con esto?

 

“¿Jordi?… ¿Cómo…? ¿Que has… estado… ahí… todo el rato? Desde las ocho menos diez, ¿dices…?, pues no sabes lo ricas que están las aceitunas…, y el camarero es un amor…¿Adónde vas? Espera hombre, me parece que no tengo suficiente…

 

¿¡Hola!? ¿¡Se ha ido!? ¿Enfadado? ¡Le importo!... ¡Jordiiii!: ¡Yo también!”

 

 

Fragmento del De vuelta, hecho uno para Transart 2007.

 

Dónde morder

Dónde morder

UNO A MENUDO INSISTE EN OLVIDAR aquello que no le interesa. El dolor, por ejemplo. Lo que no sé es si es consciente de que cuando aparece, de repente, es perro viejo que sabe dónde morder. Un labio cortado, algunas preguntas larguísimas y absurdas, y un hilito de miradas perdidas, primer balance de daños.

 

— ¿Qué piensas?

 

— El semáforo se ha puesto verde.

 

— Sí, ya lo vi. ¿Eso es todo? Qué poco hablas.

 

— Déjame aquí mismo. No dejo de hablar, pero no todo el mundo puede oír. 

 

Por mucho que insistamos, insisto, aparece, golpea, y te deja aturdido. Cuando te das cuenta, ya te ha robado las pilas de tu reloj, a quien se le ha quedado cara de tonto. Tírame o dame vida. Piénsatelo, no tengo prisa, pero antes ciérrame la boca.

 

La razón del dolor. Acaso buceando en las historias vividas crees que vas a encontrar los porqués. Tampoco sabes que una respuesta no es un antídoto. Rocíate de Aután si quieres, no evitarás que te pique un mosquito en el codo, o en el dedo gordo del pie. Da gracias que no te pique en la lengua. Una respuesta es el principio de otra pregunta. El problema es que el problema de los que provocan dolor reside en ellos mismos. En aquello que no cuentan, mientras su escupitajo araña tu cara. 

 

“Lo siento, yo no quería”, o “sí quería, no lo siento” viene a ser lo mismo. La razón no se lleva bien con el dolor, para mí que, como ni siquiera se miran a los ojos, ni se conocen. Supongo que el feliz es aquel que no pregunta. Aunque eso conlleve que no sepa. Entender a veces es comprar pena. Y la vida, sí, ya lo sabemos, son cuatro días. Y la lucha no cesa. Yo de ti estudiaría, nada de letras ni números, si no reflejos. Pon atención, sólo sigues jugando si esquivas o aguantas los golpes.

 

El dolor lo provocan las malas personas. Y también las buenas. Duele igual. Ya tenemos nuevos datos del balance de daños.

 

I

 

HACE DOS LUNES, Y NO DOS LUNAS, me pasé treinta y nueve minutos de mi vida tratando de convencer a un conocido de que no se suicidara. Ese mismo lunes, hasta ese momento, una sonrisa estupefacta había colgado de mi cara, sonrisa al fin y al cabo, después de que mi ginecólogo definiera mi útero como “perfecto”.

 

Los estudios que no acabaré nunca no se asemejan en nada a la psicología casi desesperada que le receté a cañonazos, mientras sonaba de fondo un Calamaro que yo tarareaba mal y encima temblando… ¿Dónde habré puesto el paquete de respuestas? Siempre he sido suficientemente desordenada y mi bolso, en que todo está pero nada encuentro, es fiel reflejo de quién soy. Así, de manera torpe, solté un discurso que me costaba creer, que pretendía ir envuelto en un hermoso lazo azul. Con una nota: “Buenas intenciones”. Lacia señorita que, como algunas cortinas que más bien parecen sábanas de verano, está pero no impide que pase el sol (¿a éste quién lo ha invitado?), el mismo que, mosqueado, acabará quemándote la nariz.

 

“Dame una razón, porque es que yo no encuentro ninguna.” Espera, me parece que debo de tener alguna de esas por aquí… Anda, un cerrojo, lo vuelvo a meter en el bolso, pasa por arma blanca, y este hombre no necesita más ideas. Hoy mismo, si quisieras, podrías subirte a un avión y aterrizar en otro país. Conocer otras costumbres, aprender lenguas nuevas, descubrir rincones perdidos… Podrías escribir en un libro todas esas ideas que tienes, y engañar a algún editor y conseguir publicarlo, seguro que mucha gente rara querría leerlo… Podrías ir al médico, y cuando te hiciera un chequeo y te confirmara que estás casi sano, podrías alegrarte porque la mitad de la gente está enferma y sin pedirlo. Podrías ir a un buen restaurante con tus amigos y disfrutar de una gran velada mientras os contáis batallitas y os pegáis unas risas. Podrías ir a visitar a tu hija, regalarle unas flores, le darías una sorpresa y ella te daría unos de esos abrazos que curan. Podrías irte a casa, darte un buen baño, afeitarte, ponerte ropa cómoda, sentarte en el sofá y leer un libro, una revista, o un prospecto, y salir luego a dar una vueltecilla por el barrio viejo, comerte un helado de pitufo de esos que sólo a ti te gustan, hace un tiempo magnífico y todo el mundo está en la calle. Podrías pararte a pensar que estás vivo, y que es una suerte que no vivas en Irak porque, en principio, aquí es menos probable que alguien te borre del mapa sin pedirte permiso. Podrías…Un momento, ¿tengo cara de saber dónde está el tesoro?

 

Busca tú la razón, maldita sea, o invéntatela, todos hacemos lo mismo. No sé cómo se atreve la gente a contagiar miedos propios a los demás. Más frenos para avanzar. Más preguntas para sumar a nuestro ramito de preguntas diarias, y más tiempo perdido, porque cada pregunta trae de regalo un acertijo. “Gracias, pero no lo quiero.” A mí qué me cuentas, es un regalo, y te lo quedas. Un acertijo es una duda que pesa, y una duda es un parón en el camino. Una oportunidad perdida. Un cachito de vida buena que no vas a comerte. A este paso no llegamos nunca a los postres.

 

"No tengo ganas de ir a un nuevo país donde seguro que me dan una paliza y me roban. Aunque antes quería ir a Viena. Pero vuelves y qué tienes. Nada. No tengo ganas. ¿Pero es que no has visto la tos que tengo? Por eso fumo un tabaco distinto según la tos. Mis amigos están demasiado ocupados, o están casados, y ya no salen. Mi hija no quiere saber nada de mí. Tengo toda la ropa sucia, me duermo leyendo, y además me duelen los dientes cada vez que como helados. No me gusta la gente. Y me importa un carajo estar vivo."

 

Vaya… no me acordaba.

 

Un día te diste cuenta de que no te gustaba la gente. Primero te fuiste alejando con sigilo de aquellos que eran felices, esos que en vez de ojos tienen antorchas, esos que derrochan un calor que no te apetecía tener cerca. A los infelices sólo les falta un ser feliz apestando alegría de vivir al lado. Insoportable. Y a ti, eso de poner cara de póquer, te va lo justo. Nunca fuiste un hipócrita, aunque a menudo hubieras pagado por serlo: “¡Caramba! Me alegro por ti, Benavides.” “No sabes la alegría que me das, Zúñiga…” No mucho más tarde, tampoco te gustó la demás gente. Los que hacen lo que pueden para ser, al menos, felices cada cuatro años.

 

Necesidad de comunicar el dolor. El dolor no es como una enfermad rara o vergonzosa, no se silencia, se chilla, con los ojos, con las manos, con la lengua, con las palabras que no se dicen. Que todo el mundo se entere de que sufro. Dónde quedó el carácter estoico. No, no es ningún jugador de fútbol, es una manera de ser. Como yo estoy jodido, tú también deberás estarlo. No me jodas, Ernesto, que tienes una edad. Y muchos tiros dados. Está bien, quizás no es la mejor expresión para el tema que nos incumbe, pero reconoce que salpicando al de al lado tú seguirás estando mojado.

 

Desde un tercer piso. Si tienes un hondo penar, piensa en mí. No señor, a uno no le pueden engatusar con un contrato para salvar vidas. Sólo tengo la boca para disparar a los malos. Me vas a tener que perdonar, pero es que ese tema no lo domino. Tú ya no confías en los psicólogos, pero yo sólo sé que, si de algo no sabes, no tienes que dar a entender lo contrario. La ignorancia es un incentivo para seguir llenando la mochila. 

 

No es la primera vez que un conocido me dice que quiere irse a tomar morcilla, con todo el morro picante del mundo y sin gota de pudor. Y me sugiere que haga algo. Que yo haga algo. Sueldo neto: una pesadilla cosida en el flequillo. Sopla, sopla, cabezota, no impedirás que vuelva al mismo sitio. Tan tozuda como el inteligentísimo enamorado que sabe de todo menos de lo que le quita el sueño, y quiere a quien quiere —que sí, que ya me lo has dicho, pero es que resulta que ella a ti no te quiere tanto—. El pobre chaval te dará la razón las dos mil cuarenta y tres veces que se lo recuerdes (porque se coló por casualidad en tu círculo y hoy es tu amigo, porque tú ya lo has vivido, o sólo porque de una maldita vez deje el tema, o solucione el problema) asintiendo con una cabeza que se gastó de tanto usarla, mientras sigue soñando con otro regazo.

 

Dolores que pesan. Un miércoles cualquiera, llegas a casa, como has llegado tantos otros miércoles, cierras con llave la puerta —no tiene que llegar nadie más— y ves que todo está exactamente como lo has dejado cinco horas antes. Nadie ha recogido las zapatillas que olvidaste en el comedor. Ni tampoco ese mismo nadie o un amigo suyo ha apagado la luz del baño que, con las prisas, quedó encendida. Y, entonces, te das cuenta de que no hay nadie más que tú. Lo cierto es que no te das cuenta literalmente, porque es algo obvio, pero tienes la sensación de descubrirlo en ese momento. Te sientas en el sofá con la americana puesta, sabes que sin ella estarías mejor porque el aire está cargado y hace calor. Sí, claro, las ventanas están cerradas, llevan así todo el día, y estamos en el mes de julio, curiosa reunión de obviedades en este párrafo. Te da igual, pasas de estar cómodo. Pasas tanto que hasta les das una patada a las zapatillas (“¡pero si te estábamos esperando!” Y qué, yo paso). Segundos después, todavía enfadado —a mí no me preguntes por qué, yo sólo cuento la historia— te viene a la cabeza algo que sabías, además desde hace tiempo, pero que habías tapado con tu almohada de látex hasta hoy. Una cucaracha con gafas de sol, que no piensa tanto las cosas y a quien sólo le preocupa que la descubran y la pisen, lo dirá por ti. Amigo, estás triste. Muy triste.

 

Seguramente no debieras estarlo, porque no te falta el trabajo y el dinero y el gran coche y esos otros lujos que te das porque te da la gana y porque no le debes nada a nadie. Ni siquiera una explicación. Vaya… quizás estás triste por todo eso, hay que ver la vuelta que hemos dado para llegar al principio de todo, otra vez. Aunque, mirándolo por el lado bueno, al menos sabes que tienes un problema. El listo que ahora va a manejar tu vida. Este güisqui lo pago yo. Y luego, ponemos una peli y a dormir.

 II

 

DOLORES QUE QUITAN EL SUEÑO. Un viernes cualquiera, llegas al bar de siempre, te acercas a la barra de siempre y pides una cerveza. No es un proceso instantáneo, pasa un rato desde que te decides a pedir la cerveza y se cumplen tus deseos. Como lo tuyo es la paciencia y que todo vaya lento, pasas el tiempo mirando la repisa llena de alcoholes brillantes que tienes enfrente, y admirando las curvas prohibidas de las muchachitas que sacian sedes ajenas. Ya con la cerveza en la mano, decides fumarte un cigarro, dejas el botellín encima de la barra, no se te ocurra moverte de ahí, te falta lo más importante: el fuego. Levantas la mirada ligeramente, ésta misma, joven, labios pintados con eso que llaman gloss y que debería ser pecado, pechos que si pudieran hablar suplicarían una talla más, por Dios, que nos ahogamos aquí dentro. “Perdona, ¿me das fuego? Gracias”. Y piensas, está buena, la rubia… “Oye, tío, devuélveme mi fuego”. “Ostia, sí, qué despiste, perdona…”. No acabas la frase, pero es que no tiene mucho sentido cuando la otra persona ha pasado de tu cara. “Bah, otra tía vulgar.”

 

Entonces se te escapa un suspiro —sí, yo también lo creo, realmente patético— cuando, tras rebuscar entre el sinfín de caras que colorean o ensucian el local, te cercioras de que su cara de bombillita no está. La situación te cabrea, pero no puedes controlarlo, tampoco quieres. Tío, la estás buscando. A ella. Y te habías prometido no hacerlo más, después de que te viniera con la historia cansina de que sigue sin tener nada claro, de que mejor “lo dejamos en este punto, no quiero hacerte daño, eres guay, pero ahora quiero ir a mi aire. Nos llamamos”. Pues ya me explicarás cómo se come lo que pasó anoche, tú y tu desesperada manera de besarme están a punto de volverme loco.

 

Pero eso sólo lo sabes tú. Todo lo que piensas en realidad, y no te enorgullece. Porque confesar que sientes sería como mearse encima, bochornoso. Resulta gracioso, nos creamos una imagen de quien tenemos que ser, y ésa es la que vendemos. La que teóricamente nos mantiene a flote. Así que, cuando tu grupo de colegas dé contigo, te den una colleja y te pregunten de dónde sales a estas horas y todavía sereno responderás, bebiéndote de un sorbo la angustia, “ostia, llevo toda la noche buscándoos. ¿Habéis visto las tetas de la rubia?”.

 

Tampoco es tan difícil mentir, piensas. Soy un capullo, pero ellos no lo saben. Amo a Laura. Con la misma cara de tonto y de quico que ellos. O quizás sí lo saben, pero evitan reconocerlo, son mis amigos. Hablarás, animado, te partirás de risa y beberás todo lo que te pongan. Ella, y su jodida bombillita, omnipresentes. Seguro que ha salido, me dijo que había quedado con las amigas, que tenía ganas de reírse un rato y desconectar de todo. Olvidarse de los problemas. Del trabajo, de su ex… Debe de estar por aquí. Las dos menos cuarto, ya debería estar aquí. Un momento, a lo mejor ha quedado con aquel cabrón del que me habló el otro día, el niñato de los mensajitos… ¿Aquella de allí no es su amiga? ¿La que siempre dice que tiene sueño? ¡Ostia, un mensaje!

III

 

DOLOR Y ABISMO. Un jueves cualquiera, quedas para comer con quien es tu pareja desde hace muchos y muchos jueves, os encontráis tenuemente, os miráis tenuemente, os besáis tenuemente, y os disponéis a hacer lo que pone en el guión: comer y, de vez en cuando, levantar la vista, y hacer algún comentario. La languidez del momento, todavía hoy sigues sin saber cómo, se romperá gracias a una, por supuesto, tenue discusión. La discusión es un botoncito que activa una bomba que revienta cotidianeidades. Ella en realidad es una mandada, los que están detrás, esos son los que manejan el cotarro. Las rabias calladas, los reproches anotados, las medias verdades, que habéis ido juntando año tras año en la mesa de la cocina, en la taza del váter, encima del microondas… y que se mueren de ganas de hacerse con el micro y empezar a cantar. Entonces, ocurre. Se derrumba el escenario en el que os acurrucabais los dos. Lo explico en plural, pero normalmente es uno el elegido para hacer los honores. Para dar la patadita. Y armar el jaleo. Y cargarse algo que cojeaba por todos lados. Pero que iba tirando. ¿Qué tal estáis? Vamos tirando. Ojo, ante esa pregunta, que a vosotros más bien os suena a acusación, todo lo que se suele responder es mentira. Uno dice lo que los demás esperan oír con tal de que cierren el pico.

 

Nadie resulta herido, pero dos mueren. Y tú, que acabas de ser rebautizada como “tú” y que con toda la dignidad que cabe en un puño has aceptado ser despojada del “nosotros”, te vas. Sin despedirte, porque no tiene sentido repetir lo que dos personas se dijeron hace tiempo. Lo de hoy es puro trámite. Un papeleo mental que va a marcar tus días y tus noches hasta que deje de hacerlo. Hasta que archives el caso sin resolver la mañana en que despiertes, tras haber dormido varias horas seguidas, y seas consciente de que no llegas a ningún sitio investigando hipótesis que sólo pueden pagarte con un par de ojeras gris metalizado, en fin, ojeras.

 

Y a otra cosa, mariposa. Aunque ahora no lo sepas, y sólo llegues a pensar que tienes que aprendértelo todo otra vez. Porque tu vida te parece un zumo de melocotón que un gracioso que no hace gracia ha derramado por el suelo, y tú has perdido el equilibrio y no hay Dios que pueda despegar tus morros del parquet.

 

Y allí empieza todo, aunque para ti no exista nada. “Mi vida por una brújula.” Y la mía por no saberme la historia de memoria. “Y mis recuerdos por un nuevo lugar callado donde acurrucarme.” De vuestro hogar hasta ese instante ya no queda nada, aunque todo siga en el mismo sitio. La foto de las últimas vacaciones en la nieve, su nariz roja, tu nariz roja, el horrible jarrón rosa que te regaló tu suegra y que no pegaba nada con los muebles del comedor, tus libros gordos que tanto le molestaban, sus revistas de motos que aparecían hasta detrás de las macetas, ay, tus macetas, las postales en blanco y negro que os enviaban vuestros amigos…

 

Sí, me he dado cuenta: evitas tocar la cama, el sofá, las tazas del café… porque parece que ya no tienen nada que ver contigo, aunque esta mañana todavía eran tuyos. De hecho, esta mañana no se te hubiera ocurrido replantearte nada de toda esta especie de locura que vives ahora. Qué extraño, no reconozco mi propia vida. ¿Qué me llevo? 

 

En el ascensor, quisieras evitar mirarte en el espejo, pero también buscarás ahí reconocerte, o al menos ver qué diablos va a pasar ahora. Pasarán años y todavía recordarás ese momento. “Buenas tardes, vecina del quinto, no me mire así, es que me acaban de dejar y está a punto de darme algo. Sí, yo también bajo, gracias, aunque no sé dónde.”

 

Has caído, como una losa, y cuando te has levantado la película ya había empezado. Personas que no conoces se mueven como si supieran adónde van, y te miran cabreados  porque les molesta que sigas ahí, parada, abrazada a tu estómago, con cara de no haberte estudiado el papel y con una maleta vacía o llena que pesa más que tus fuerzas. Creo que me he perdido, y creo que tengo hambre, aunque sólo me apetece hartarme de llorar.

 

En la medida de lo posible y lo imposible, tú ya tenías controlada tu vida. Al menos, es lo que creías, al haber asumido que la felicidad consistía en una tranquilidad blandita que te había aconsejado, no sabes bien desde cuándo, no hacer demasiadas preguntas. Ahora, tras borrar la vieja definición, y con un par de fresas, tendrás que inventarte otra nueva, porque, lo siento en el alma, ésa no era. Uno a menudo insiste en olvidar aquello que no le interesa. El dolor, por ejemplo.

 

Girona, 28 abril - principios de mayo de 2007