Dónde morder
UNO A MENUDO INSISTE EN OLVIDAR aquello que no le interesa. El dolor, por ejemplo. Lo que no sé es si es consciente de que cuando aparece, de repente, es perro viejo que sabe dónde morder. Un labio cortado, algunas preguntas larguísimas y absurdas, y un hilito de miradas perdidas, primer balance de daños.
— ¿Qué piensas?
— El semáforo se ha puesto verde.
— Sí, ya lo vi. ¿Eso es todo? Qué poco hablas.
— Déjame aquí mismo. No dejo de hablar, pero no todo el mundo puede oír.
Por mucho que insistamos, insisto, aparece, golpea, y te deja aturdido. Cuando te das cuenta, ya te ha robado las pilas de tu reloj, a quien se le ha quedado cara de tonto. Tírame o dame vida. Piénsatelo, no tengo prisa, pero antes ciérrame la boca.
La razón del dolor. Acaso buceando en las historias vividas crees que vas a encontrar los porqués. Tampoco sabes que una respuesta no es un antídoto. Rocíate de Aután si quieres, no evitarás que te pique un mosquito en el codo, o en el dedo gordo del pie. Da gracias que no te pique en la lengua. Una respuesta es el principio de otra pregunta. El problema es que el problema de los que provocan dolor reside en ellos mismos. En aquello que no cuentan, mientras su escupitajo araña tu cara.
“Lo siento, yo no quería”, o “sí quería, no lo siento” viene a ser lo mismo. La razón no se lleva bien con el dolor, para mí que, como ni siquiera se miran a los ojos, ni se conocen. Supongo que el feliz es aquel que no pregunta. Aunque eso conlleve que no sepa. Entender a veces es comprar pena. Y la vida, sí, ya lo sabemos, son cuatro días. Y la lucha no cesa. Yo de ti estudiaría, nada de letras ni números, si no reflejos. Pon atención, sólo sigues jugando si esquivas o aguantas los golpes.
El dolor lo provocan las malas personas. Y también las buenas. Duele igual. Ya tenemos nuevos datos del balance de daños.
I
HACE DOS LUNES, Y NO DOS LUNAS, me pasé treinta y nueve minutos de mi vida tratando de convencer a un conocido de que no se suicidara. Ese mismo lunes, hasta ese momento, una sonrisa estupefacta había colgado de mi cara, sonrisa al fin y al cabo, después de que mi ginecólogo definiera mi útero como “perfecto”.
Los estudios que no acabaré nunca no se asemejan en nada a la psicología casi desesperada que le receté a cañonazos, mientras sonaba de fondo un Calamaro que yo tarareaba mal y encima temblando… ¿Dónde habré puesto el paquete de respuestas? Siempre he sido suficientemente desordenada y mi bolso, en que todo está pero nada encuentro, es fiel reflejo de quién soy. Así, de manera torpe, solté un discurso que me costaba creer, que pretendía ir envuelto en un hermoso lazo azul. Con una nota: “Buenas intenciones”. Lacia señorita que, como algunas cortinas que más bien parecen sábanas de verano, está pero no impide que pase el sol (¿a éste quién lo ha invitado?), el mismo que, mosqueado, acabará quemándote la nariz.
“Dame una razón, porque es que yo no encuentro ninguna.” Espera, me parece que debo de tener alguna de esas por aquí… Anda, un cerrojo, lo vuelvo a meter en el bolso, pasa por arma blanca, y este hombre no necesita más ideas. Hoy mismo, si quisieras, podrías subirte a un avión y aterrizar en otro país. Conocer otras costumbres, aprender lenguas nuevas, descubrir rincones perdidos… Podrías escribir en un libro todas esas ideas que tienes, y engañar a algún editor y conseguir publicarlo, seguro que mucha gente rara querría leerlo… Podrías ir al médico, y cuando te hiciera un chequeo y te confirmara que estás casi sano, podrías alegrarte porque la mitad de la gente está enferma y sin pedirlo. Podrías ir a un buen restaurante con tus amigos y disfrutar de una gran velada mientras os contáis batallitas y os pegáis unas risas. Podrías ir a visitar a tu hija, regalarle unas flores, le darías una sorpresa y ella te daría unos de esos abrazos que curan. Podrías irte a casa, darte un buen baño, afeitarte, ponerte ropa cómoda, sentarte en el sofá y leer un libro, una revista, o un prospecto, y salir luego a dar una vueltecilla por el barrio viejo, comerte un helado de pitufo de esos que sólo a ti te gustan, hace un tiempo magnífico y todo el mundo está en la calle. Podrías pararte a pensar que estás vivo, y que es una suerte que no vivas en Irak porque, en principio, aquí es menos probable que alguien te borre del mapa sin pedirte permiso. Podrías…Un momento, ¿tengo cara de saber dónde está el tesoro?
Busca tú la razón, maldita sea, o invéntatela, todos hacemos lo mismo. No sé cómo se atreve la gente a contagiar miedos propios a los demás. Más frenos para avanzar. Más preguntas para sumar a nuestro ramito de preguntas diarias, y más tiempo perdido, porque cada pregunta trae de regalo un acertijo. “Gracias, pero no lo quiero.” A mí qué me cuentas, es un regalo, y te lo quedas. Un acertijo es una duda que pesa, y una duda es un parón en el camino. Una oportunidad perdida. Un cachito de vida buena que no vas a comerte. A este paso no llegamos nunca a los postres.
"No tengo ganas de ir a un nuevo país donde seguro que me dan una paliza y me roban. Aunque antes quería ir a Viena. Pero vuelves y qué tienes. Nada. No tengo ganas. ¿Pero es que no has visto la tos que tengo? Por eso fumo un tabaco distinto según la tos. Mis amigos están demasiado ocupados, o están casados, y ya no salen. Mi hija no quiere saber nada de mí. Tengo toda la ropa sucia, me duermo leyendo, y además me duelen los dientes cada vez que como helados. No me gusta la gente. Y me importa un carajo estar vivo."
Vaya… no me acordaba.
Un día te diste cuenta de que no te gustaba la gente. Primero te fuiste alejando con sigilo de aquellos que eran felices, esos que en vez de ojos tienen antorchas, esos que derrochan un calor que no te apetecía tener cerca. A los infelices sólo les falta un ser feliz apestando alegría de vivir al lado. Insoportable. Y a ti, eso de poner cara de póquer, te va lo justo. Nunca fuiste un hipócrita, aunque a menudo hubieras pagado por serlo: “¡Caramba! Me alegro por ti, Benavides.” “No sabes la alegría que me das, Zúñiga…” No mucho más tarde, tampoco te gustó la demás gente. Los que hacen lo que pueden para ser, al menos, felices cada cuatro años.
Necesidad de comunicar el dolor. El dolor no es como una enfermad rara o vergonzosa, no se silencia, se chilla, con los ojos, con las manos, con la lengua, con las palabras que no se dicen. Que todo el mundo se entere de que sufro. Dónde quedó el carácter estoico. No, no es ningún jugador de fútbol, es una manera de ser. Como yo estoy jodido, tú también deberás estarlo. No me jodas, Ernesto, que tienes una edad. Y muchos tiros dados. Está bien, quizás no es la mejor expresión para el tema que nos incumbe, pero reconoce que salpicando al de al lado tú seguirás estando mojado.
Desde un tercer piso. Si tienes un hondo penar, piensa en mí. No señor, a uno no le pueden engatusar con un contrato para salvar vidas. Sólo tengo la boca para disparar a los malos. Me vas a tener que perdonar, pero es que ese tema no lo domino. Tú ya no confías en los psicólogos, pero yo sólo sé que, si de algo no sabes, no tienes que dar a entender lo contrario. La ignorancia es un incentivo para seguir llenando la mochila.
No es la primera vez que un conocido me dice que quiere irse a tomar morcilla, con todo el morro picante del mundo y sin gota de pudor. Y me sugiere que haga algo. Que yo haga algo. Sueldo neto: una pesadilla cosida en el flequillo. Sopla, sopla, cabezota, no impedirás que vuelva al mismo sitio. Tan tozuda como el inteligentísimo enamorado que sabe de todo menos de lo que le quita el sueño, y quiere a quien quiere —que sí, que ya me lo has dicho, pero es que resulta que ella a ti no te quiere tanto—. El pobre chaval te dará la razón las dos mil cuarenta y tres veces que se lo recuerdes (porque se coló por casualidad en tu círculo y hoy es tu amigo, porque tú ya lo has vivido, o sólo porque de una maldita vez deje el tema, o solucione el problema) asintiendo con una cabeza que se gastó de tanto usarla, mientras sigue soñando con otro regazo.
Dolores que pesan. Un miércoles cualquiera, llegas a casa, como has llegado tantos otros miércoles, cierras con llave la puerta —no tiene que llegar nadie más— y ves que todo está exactamente como lo has dejado cinco horas antes. Nadie ha recogido las zapatillas que olvidaste en el comedor. Ni tampoco ese mismo nadie o un amigo suyo ha apagado la luz del baño que, con las prisas, quedó encendida. Y, entonces, te das cuenta de que no hay nadie más que tú. Lo cierto es que no te das cuenta literalmente, porque es algo obvio, pero tienes la sensación de descubrirlo en ese momento. Te sientas en el sofá con la americana puesta, sabes que sin ella estarías mejor porque el aire está cargado y hace calor. Sí, claro, las ventanas están cerradas, llevan así todo el día, y estamos en el mes de julio, curiosa reunión de obviedades en este párrafo. Te da igual, pasas de estar cómodo. Pasas tanto que hasta les das una patada a las zapatillas (“¡pero si te estábamos esperando!” Y qué, yo paso). Segundos después, todavía enfadado —a mí no me preguntes por qué, yo sólo cuento la historia— te viene a la cabeza algo que sabías, además desde hace tiempo, pero que habías tapado con tu almohada de látex hasta hoy. Una cucaracha con gafas de sol, que no piensa tanto las cosas y a quien sólo le preocupa que la descubran y la pisen, lo dirá por ti. Amigo, estás triste. Muy triste.
Seguramente no debieras estarlo, porque no te falta el trabajo y el dinero y el gran coche y esos otros lujos que te das porque te da la gana y porque no le debes nada a nadie. Ni siquiera una explicación. Vaya… quizás estás triste por todo eso, hay que ver la vuelta que hemos dado para llegar al principio de todo, otra vez. Aunque, mirándolo por el lado bueno, al menos sabes que tienes un problema. El listo que ahora va a manejar tu vida. Este güisqui lo pago yo. Y luego, ponemos una peli y a dormir.
II
DOLORES QUE QUITAN EL SUEÑO. Un viernes cualquiera, llegas al bar de siempre, te acercas a la barra de siempre y pides una cerveza. No es un proceso instantáneo, pasa un rato desde que te decides a pedir la cerveza y se cumplen tus deseos. Como lo tuyo es la paciencia y que todo vaya lento, pasas el tiempo mirando la repisa llena de alcoholes brillantes que tienes enfrente, y admirando las curvas prohibidas de las muchachitas que sacian sedes ajenas. Ya con la cerveza en la mano, decides fumarte un cigarro, dejas el botellín encima de la barra, no se te ocurra moverte de ahí, te falta lo más importante: el fuego. Levantas la mirada ligeramente, ésta misma, joven, labios pintados con eso que llaman gloss y que debería ser pecado, pechos que si pudieran hablar suplicarían una talla más, por Dios, que nos ahogamos aquí dentro. “Perdona, ¿me das fuego? Gracias”. Y piensas, está buena, la rubia… “Oye, tío, devuélveme mi fuego”. “Ostia, sí, qué despiste, perdona…”. No acabas la frase, pero es que no tiene mucho sentido cuando la otra persona ha pasado de tu cara. “Bah, otra tía vulgar.”
Entonces se te escapa un suspiro —sí, yo también lo creo, realmente patético— cuando, tras rebuscar entre el sinfín de caras que colorean o ensucian el local, te cercioras de que su cara de bombillita no está. La situación te cabrea, pero no puedes controlarlo, tampoco quieres. Tío, la estás buscando. A ella. Y te habías prometido no hacerlo más, después de que te viniera con la historia cansina de que sigue sin tener nada claro, de que mejor “lo dejamos en este punto, no quiero hacerte daño, eres guay, pero ahora quiero ir a mi aire. Nos llamamos”. Pues ya me explicarás cómo se come lo que pasó anoche, tú y tu desesperada manera de besarme están a punto de volverme loco.
Pero eso sólo lo sabes tú. Todo lo que piensas en realidad, y no te enorgullece. Porque confesar que sientes sería como mearse encima, bochornoso. Resulta gracioso, nos creamos una imagen de quien tenemos que ser, y ésa es la que vendemos. La que teóricamente nos mantiene a flote. Así que, cuando tu grupo de colegas dé contigo, te den una colleja y te pregunten de dónde sales a estas horas y todavía sereno responderás, bebiéndote de un sorbo la angustia, “ostia, llevo toda la noche buscándoos. ¿Habéis visto las tetas de la rubia?”.
Tampoco es tan difícil mentir, piensas. Soy un capullo, pero ellos no lo saben. Amo a Laura. Con la misma cara de tonto y de quico que ellos. O quizás sí lo saben, pero evitan reconocerlo, son mis amigos. Hablarás, animado, te partirás de risa y beberás todo lo que te pongan. Ella, y su jodida bombillita, omnipresentes. Seguro que ha salido, me dijo que había quedado con las amigas, que tenía ganas de reírse un rato y desconectar de todo. Olvidarse de los problemas. Del trabajo, de su ex… Debe de estar por aquí. Las dos menos cuarto, ya debería estar aquí. Un momento, a lo mejor ha quedado con aquel cabrón del que me habló el otro día, el niñato de los mensajitos… ¿Aquella de allí no es su amiga? ¿La que siempre dice que tiene sueño? ¡Ostia, un mensaje!
III
DOLOR Y ABISMO. Un jueves cualquiera, quedas para comer con quien es tu pareja desde hace muchos y muchos jueves, os encontráis tenuemente, os miráis tenuemente, os besáis tenuemente, y os disponéis a hacer lo que pone en el guión: comer y, de vez en cuando, levantar la vista, y hacer algún comentario. La languidez del momento, todavía hoy sigues sin saber cómo, se romperá gracias a una, por supuesto, tenue discusión. La discusión es un botoncito que activa una bomba que revienta cotidianeidades. Ella en realidad es una mandada, los que están detrás, esos son los que manejan el cotarro. Las rabias calladas, los reproches anotados, las medias verdades, que habéis ido juntando año tras año en la mesa de la cocina, en la taza del váter, encima del microondas… y que se mueren de ganas de hacerse con el micro y empezar a cantar. Entonces, ocurre. Se derrumba el escenario en el que os acurrucabais los dos. Lo explico en plural, pero normalmente es uno el elegido para hacer los honores. Para dar la patadita. Y armar el jaleo. Y cargarse algo que cojeaba por todos lados. Pero que iba tirando. ¿Qué tal estáis? Vamos tirando. Ojo, ante esa pregunta, que a vosotros más bien os suena a acusación, todo lo que se suele responder es mentira. Uno dice lo que los demás esperan oír con tal de que cierren el pico.
Nadie resulta herido, pero dos mueren. Y tú, que acabas de ser rebautizada como “tú” y que con toda la dignidad que cabe en un puño has aceptado ser despojada del “nosotros”, te vas. Sin despedirte, porque no tiene sentido repetir lo que dos personas se dijeron hace tiempo. Lo de hoy es puro trámite. Un papeleo mental que va a marcar tus días y tus noches hasta que deje de hacerlo. Hasta que archives el caso sin resolver la mañana en que despiertes, tras haber dormido varias horas seguidas, y seas consciente de que no llegas a ningún sitio investigando hipótesis que sólo pueden pagarte con un par de ojeras gris metalizado, en fin, ojeras.
Y a otra cosa, mariposa. Aunque ahora no lo sepas, y sólo llegues a pensar que tienes que aprendértelo todo otra vez. Porque tu vida te parece un zumo de melocotón que un gracioso que no hace gracia ha derramado por el suelo, y tú has perdido el equilibrio y no hay Dios que pueda despegar tus morros del parquet.
Y allí empieza todo, aunque para ti no exista nada. “Mi vida por una brújula.” Y la mía por no saberme la historia de memoria. “Y mis recuerdos por un nuevo lugar callado donde acurrucarme.” De vuestro hogar hasta ese instante ya no queda nada, aunque todo siga en el mismo sitio. La foto de las últimas vacaciones en la nieve, su nariz roja, tu nariz roja, el horrible jarrón rosa que te regaló tu suegra y que no pegaba nada con los muebles del comedor, tus libros gordos que tanto le molestaban, sus revistas de motos que aparecían hasta detrás de las macetas, ay, tus macetas, las postales en blanco y negro que os enviaban vuestros amigos…
Sí, me he dado cuenta: evitas tocar la cama, el sofá, las tazas del café… porque parece que ya no tienen nada que ver contigo, aunque esta mañana todavía eran tuyos. De hecho, esta mañana no se te hubiera ocurrido replantearte nada de toda esta especie de locura que vives ahora. Qué extraño, no reconozco mi propia vida. ¿Qué me llevo?
En el ascensor, quisieras evitar mirarte en el espejo, pero también buscarás ahí reconocerte, o al menos ver qué diablos va a pasar ahora. Pasarán años y todavía recordarás ese momento. “Buenas tardes, vecina del quinto, no me mire así, es que me acaban de dejar y está a punto de darme algo. Sí, yo también bajo, gracias, aunque no sé dónde.”
Has caído, como una losa, y cuando te has levantado la película ya había empezado. Personas que no conoces se mueven como si supieran adónde van, y te miran cabreados porque les molesta que sigas ahí, parada, abrazada a tu estómago, con cara de no haberte estudiado el papel y con una maleta vacía o llena que pesa más que tus fuerzas. Creo que me he perdido, y creo que tengo hambre, aunque sólo me apetece hartarme de llorar.
En la medida de lo posible y lo imposible, tú ya tenías controlada tu vida. Al menos, es lo que creías, al haber asumido que la felicidad consistía en una tranquilidad blandita que te había aconsejado, no sabes bien desde cuándo, no hacer demasiadas preguntas. Ahora, tras borrar la vieja definición, y con un par de fresas, tendrás que inventarte otra nueva, porque, lo siento en el alma, ésa no era. Uno a menudo insiste en olvidar aquello que no le interesa. El dolor, por ejemplo.
Girona, 28 abril - principios de mayo de 2007
6 comentarios
MARTA -
Lou -
lupito -
Marc -
Endavant doncs!
La Mala Ricojdit@eresmas.com -
Per cert el pròxim que sigui positiu m'agradaria molt llegir alguna cosa de felicitat, d'alegria. A veure a veure.....
el drac tonto -