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Evitalios

Sin el casi

Sin el casi

ESE DÍA, MARGA TENÍA CINCUENTA y dos años y estaba aprovechando que era casi feliz trabajando como profesora de primaria en la escuela privada del barrio de Las Canteras, escuela que para dicho día había organizado una salida al campo con motivo de la llegada del otoño. De carácter reservado, era rubia porque el tinte y su marido lo quisieron así; y llevaba gafas para ver de lejos porque el oculista y su dificultad para leer los rótulos de la carretera también lo quisieron así. Y se le caían, como también se le empezaban a caer las tetas que un día fueron la envidia de la imaginería popular y sus devotos del barrio obrero de la Malaje, donde vivía con su Paco desde que se casaran viente años atrás un 12 de abril.

 

Todos aquellos que las desearon ver o tocar sólo las soñaron, porque durante años Marga las guardó recelosamente y casi con vergüenza bajo camisas, jerseys, o abrigos. Pasaron sus días de esplendor ocultas a los ojos de los demás, por expreso deseo de Paco. “Una pena la vida de esas dos tetas”, se comentaba en las tascas del barrio. “Que no me entere yo de que pasen hambre”, proclamaba un desatado Paco buceando entre las sábanas del lecho conyugal los viernes por la noche, mientras Marga sacaba pecho y pensaba “la frasecita no tiene desperdicio”. A la vez que intentaba, no sin esfuerzo, no perder la concentración, repitiéndose una y otra vez lo que su abuela por parte de padre le decía siempre: “en la vida es casi imposible ser feliz, así que cuando estés cerca… aprovecha para serlo”.

 

La felicidad o aquello que nos hace pensar que estamos muy cerca de ella dura lo que un roce, más bien poco. “O lo justo”, se consolaba Marga, acostumbrada a no pedir demasiado. Paco murió el miércoles que no se levantó a las ocho de la mañana para ir a su trabajo de auxiliar administrativo en una pequeña gestoría ubicada a siete minutos a pie de su piso. 

 

Para Marga, murió algunas horas más tarde, cuando por fin la localizó el señor Sierra para comunicarle que Paco no había ido a trabajar esa mañana calurosa del mes de septiembre, justo cuando les acababa de explicar a sus veintitres alumnos de pequeñas narices llenas de mocos que las hojas de los árboles bailaban contentas porque por fin había llegado el otoño. Concretamente, murió segundos después de abrir la puerta de su piso en la tercera planta, puerta E, del bloque marrón que está más cerca del río, a las nueve y treinta y tres. Cuando, tras llamarlo por su nombre como no podía ser de otra forma, no contestó en seguida como hacía siempre y como lo hacía todo: en seguida.

 

Porque eso sí que lo tenía Paco: podía ser muy celoso, pegajoso y no callar ni debajo del agua (el pobre no tenía nada de vista). Pero no había que repetirle las cosas. Y no sólo porque estuviera perfectamente bien del oído, sino porque le gustaba hacer las cosas a la primera, para que Marga estuviera contenta y orgullosa de él siempre. “Soy un tío eficaz”, solía decir Paco, con una sonrisa antimanchas incrustada en la cara. A todo eso, las vecinas del bloque constataban envidiosas lo apañao que era Paco con las cosas de la casa y los vecinos del bloque se resignaban mosqueados porque el tío era un calzonazos.

 

Los puntitos de luz que parecían agujeros de bala de las persianas acabaron por confirmar lo que Marga ya intuía y estaba a punto de ver por primera y última vez. Sólo le bastó entreabrir la puerta para cerciorarse de que algo no iba bien. No se equivocaba: Paco, en la cama, ¡destapado!

 

La cosa no podía presagiar nada bueno. Ni siquiera las noches de más bochorno olvidaba taparse hasta el cuello, para salvaguardarse de las corrientes de aire o de los mosquitos; o de los cacos o del coco. “Tapaditos no nos van a encontrar”, le respondía siempre que ella se burlaba de aquella manía que asumía sin demasiada ilusión. En aquel momento, Marga tuvo la morbosa sensación de que su marido lo sabía: aquella noche el coco vendría a buscarle. Acto seguido, tuvo otra sensación, esta vez de un romanticismo inusual en ella: “el pobre no opuso resistencia, para que se lo llevaran a él pero me dejaran en paz a mí”. Posteriormente, la mujer incrustó una sonrisa de orgullo en su rostro y  permaneció así el tiempo que tardaron los puntitos de luz de las persianas que parecían agujeros de bala en desaparecer. Jamás confesaría a nadie la existencia de ambas sensaciones.

 

Los meses siguientes a aquella mañana calurosa de septiembre pasaron sin hacer mucho ruido ante el piso de Marga. La familia y amigos que usaron las tardes de esos meses para conocer los avances y retrocesos en la recuperación anímica de Marga constataron dos cosas: la primera, que Paco estaba muerto, porque no había rastro de él en ninguna parte del piso; y la segunda, que les costaba creer que ese hombre hubiese existido alguna vez, porque en ninguna parte del piso habían observado el más mínimo indicio de que dicho hombre hubiese vivido allí durante veinte años. Algo, esto segundo, que hubieran echado por tierra los componentes de la brigada de limpieza del barrio de la Sesilla y el camión de la basura en el caso de que los camiones hablaran. (Algo, esto segundo, que es una suerte porque, no sabemos si a todos, pero a éste seguro que le olería la boca a demonios.)

 

Los efectos personales de Paco, convertidos ahora en recuerdos de un tiempo agotado, fueron trasladados vía bolsa de plástico o caja de cartón hacia el mismo sitio: un verde y vago contáiner que no se abría más que un poco. Un poco que no solía ser suficiente para meter todo lo que Marga hubiese querido tirar de una vez. Porque, sin casi darse cuenta o deseándolo con todas sus fuerzas, su principal objetivo, necesidad u obsesión desde que se despidiera del que fue la alegría de sus tetas durante tantos años había sido deshacerse de todo lo que llevara su nombre o su olor. Así que necesitó valerse de algunos meses para rellenar el contáiner de lo que fue Paco.

 

Ante la pregunta, efectuada el 18 de julio del año siguiente al fallecimiento de Paco, de porqué borró toda prueba incriminatoria de una vida conjunta con el que fue su marido, Marga, con una nueva imagen en la que destacaba la ausencia de sus habituales gafas, el cabello ligeramente oscurecido y recogido en una juvenil cola, y ataviada con un vistoso vestido de tonos malvas que dejaba parte de sus hombros al descubierto, contestó: “Durante años, Paco fue el hombre de mi vida. Le quería, por eso tuve que olvidarlo en seguida, desde el primer día en que faltó. Casi lo he conseguido”. Tras pronunciar estas palabras, dibujó una sonrisa en su rostro.

 

Girona, septiembre de 2008

 

 

 

2 comentarios

Ruben -

Pues tenías razón. Me gusta más así

Canica -

Y qué gustazo leerte.
Ara m'agrada molt més. Fantàstic!